Como casi todo el mundo, tengo mis manías cinematográficas. Y mis debilidades. De una de ellas -las películas de submarinos- ya escribí hace tiempo.
Odio las astracanadas y el humor de sal gruesa, a lo Jerry Lewis. Tampoco simpatizo con las historias de falsos torpes, que se tropiezan sin parar, lo rompen todo y todo les sale mal (tal vez por eso tardé en disfrutar realmente con Woody Allen). Adoro, en cambio, las comedias inteligentes, de las que Hollywood produjo tantas y tan buenas en los últimos años del cine en blanco y negro y en los primeros del color: Luna de papel, Arsénico y encaje antiguo, La fiera de mi niña, Cuento de Filadelfia, The Shop around the Corner (aquí traducida no me acuerdo cómo), To Be or Not To Be... La mayoría estaban hechas con cuatro duros -muchas eran mera transposición de obras de teatro-, pero daba igual: ni te enterabas, fascinado como estabas con las continuas ocurrencias de los diálogos, la hilarante originalidad de los personajes y la brillantez de las historias que contaban. Qué pedazo de directores: Lubitch, Cuckor...
Y Wilder. Wilder sobre todo. Sabio, impresionante Wilder, con su especialísima capacidad para reservar un punto de amargura a todo lo dulce, una pizca de sarcasmo a todo lo inocente y un trasfondo de ternura a todo lo desastroso.
Vuelvo a las manías. Otra de las mías es bajar un par de escalones la importancia de los directores para subir la de los guionistas. Hay películas que ya sobre el papel son una joya. Ayer pasaron por televisión Espartaco: me volví a enfurecer viendo qué grandes eran las letras que señalaban el nombre de Stanley Kubrick y qué pequeñas las que recordaban que ese pedazo de guión lo escribió Dalton Trumbo. ¿Qué hubiera sido de El tercer hombre sin Graham Green y Orson Wells, que le pusieron todo en bandeja al artesano que acabó por firmarla? Si alguien te trae a la cocina una merluza recién desembarcada de un pesquero de Hondarribia, tienes que ser tú mismo un merluzo para que no te quede bien. Tres cuartas partes de la mejor cocina las pone la cuidadosa elección de la materia prima.
El guión es la materia prima de las películas. Y Hollywood contó en aquella época con guionistas de bandera. Los mejores.
Pero es que Wilder era también el guionista de sus películas, y aún le quedaba ingenio para escribir guiones para otros directores. Es como si él mismo se encargara de hacerse a la mar, pescar la merluza, cubrirla mimosamente de hielo, desembarcarla, llevársela a casa y cocinarla con mano de maestro para ponérnosla en la mesa en el momento preciso.
Otra manía más que tengo en materia cinematográfica (y ya acabo con ellas por esta vez): ignoro por qué, la mitomanía general se centra siempre en las mismas obras de los grandes directores, desdeñando otras que son tan buenas o mejores que las elevadas a la cumbre. ¿Por qué, cuando se recuerda a Houston, casi nadie pone en primera fila ese prodigio de sensibilidad que fue Dublineses? En el caso de Wilder, veo hoy que todo el mundo recuerda El apartamento, Primera página -un magnífico remake, pero un remake, a fin de cuentas-, Con faldas y a lo loco, La tentación vive arriba... pero casi nadie recuerda esa enorme, esa brillante, esa deliciosa maravilla que fue Avanti!, con el más espléndido de los espléndidos Jack Lemmon que quepa imaginar y el más intachable de los intachables guiones que el genial húngaro-polaco escribiera en su vida. En Avanti!, como años antes en Un, dos, tres, Wilder supo ridiculizar los tópicos de la gente bien norteamericana con el más astuto de los gestos de los que dispone el espíritu crítico: la ironía.
Ha muerto con 95 años. Parece que ha disfrutado de la vida. Y nos ha hecho disfrutar a ratos -a grandes ratos- de la nuestra. Bendito sea.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (29 de marzo de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de abril de 2017.