Tomo notas para este apunte desde un avión parado en tierra. Debería estar volando a Bilbao, donde me toca dar una conferencia («España mira a Euskadi. Diagnóstico: miopía, astigmatismo y vista cansada»), pero el comandante acaba de anunciarnos que tenemos un retraso previsto en al menos 45 minutos.
Nada más irritante que perder el tiempo sentado en el espacio agobiante, incómodo como pocos, que las compañías aéreas reservan a los pasajeros de segunda.
Odio viajar en avión, pero no porque me dé miedo -sé de sobra que no es el sistema de transporte más peligroso-, sino porque resulta normalísimo que lo que se supone que debería suceder no suceda: ora te anuncian que lo mismo no vuelas porque han vendido más billetes que plazas tiene el avión -y no una ni dos: 40, en un viaje que hube de realizar hace un par de años a Las Palmas-, ora te hacen saber por la megafonía que la salida de tu avión tiene un retraso espectacular, ora te enteras de eso mismo cuando ya te han embarcado (como hoy), ora te pierden la maleta, o te la rompen... Ignoro si seré eso que llaman «gafe», pero hace tiempo que no hago un viaje en avión en el que no sufra algún contratiempo.
Miro, para matar el tiempo, la carta de comidas y bebidas que Iberia pone «a disposición de los señores clientes» en sustitución del refrigerio que antes daba gratis. La azafata habla de ello con voz desmayada: pretende que ofrecen «una amplia variedad» «a precios muy económicos». Observo el despliegue de imaginación que le han echado para bautizar de distintos modos al bocata de jamón. Solo tienen un par de modelos de sandwich, otro par de bocatas y dos ensaladas, que vienen a ser la misma preparada de dos modos ligeramente distintos. La cafetería del Talgo ofrece mucha más variedad. De los precios, mejor no hablar: 9 euros el bocata y 2,5 la cerveza. Un chollo: 2.000 chuchas por un bocata y una lata de ¼, de ésas que fabrican especialmente para los aviones (yo, al menos, no las he visto en ningún otro sitio). Obviamente, me abstengo.
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Al final voló. Se ve que el comandante había quedado a cenar en Bilbao, porque hizo el viaje, previsto normalmente en 50 minutos, en poco más de media hora. No sabía yo que también al avión se le puede pisar a fondo.
Con todo y con eso. Calculo: salgo de casa a las 16:30 y llego al centro de Bilbao a las 20:00. Tres horas y media. Es lo que tardo habitualmente cuando hago ese mismo recorrido en coche. Sólo que me pongo en la carretera a la hora que me da la gana, voy escuchando mi música favorita, paro cuando quiero y me sale todo mucho más barato. Como, además, no suelo viajar cuando lo hacen las masas populares, no soporto atascos. Añádase que las garantías de que las cosas se desarrollen conforme a mis previsiones son mucho mayores. Y que puedo aprovechar para comprar vituallas en el mercado de Bilbao de ésas que echo en falta en Madrid. Y que no me obligo a pasar por ningún arco detector de metales en el que localizarme las tijeritas que siempre olvido retirar del neceser.
En esas condiciones, ¿qué éxito puede tener conmigo la recomendación de usar transporte colectivo?
Yo, el coche. Salvo cuando me pilla mar de por medio. O hay AVE.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (9 de marzo de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de mayo de 2017.
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