Sé que es verdad porque la he visto: una escueta misiva de Joaquín Leguina dirigida a un colega, en la que, a modo de despedida, antes de estampar su firma, escribe un singular grito de guerra: «¡Muera Ramírez!».
No soy del género de los que sostienen que es inaceptable desear la muerte del rival. Parto del hecho de que todos los días fallece la tira de gente. Bueno, pues, puesto que alguien tiene que morir, es lógico que uno prefiera que la víctima de la angina de pecho o del accidente de tráfico sea ese tipo que tanto nos fastidia, en lugar de un señor de Cuenca desconocido que deja viuda y cuatro hijos.
La experiencia muestra, sin embargo, que el grito de «¡muera!» rara vez responde a una reflexión tan racional y pacífica como ésta. Suele ser al contrario: quienes lo lanzan apenas se toman el trabajo de disimular su indiferencia ante el hecho de que el óbito del enemigo se produzca como fruto de su mala salud o su peor suerte, o a resultas de la acción de alguien que acelera de modo imparable el curso de los acontecimientos. Por decirlo más directamente: que tampoco le importaría que se lo cargaran.
Eso ya está tirando a feo. De todos modos, puedo entenderlo también. Hace ya mucho tiempo que la psiquiatría estableció que las fantasías -incluso las perversas- pueden cumplir un papel positivo, psicológicamente equilibrador, siempre que quien las maneje tenga bien claro que se trata de meras fantasías y las distinga de la realidad (y de lo realizable).
¿Será éste el caso del señor Leguina? Supongo que sí, aunque no es fácil saberlo. Ese insistente empeño suyo en desprestigiar la investigación de los GAL -cuyos horribles crímenes no tuvieron nada de ficticios- y su tenaz tendencia a mezclar fantasía y realidad -no hay más que oír cómo describe su propia gestión al frente de la Comunidad Autónoma de Madrid- no son elementos tranquilizadores, precisamente. Pero concedámosle el beneficio de la duda o, si prefiere -para estar más a la moda- la presunción de inocencia.
Por mi parte, de todos modos, jamás de los jamases lanzaría un «¡Muera Leguina!». No ya por razones éticas -que las tengo- ni por imperativos de estilo -que también: me desagradan mucho las visceralidades- sino, sobre todo, por estricta conveniencia política. Imaginemos por un momento que don Joaquín entregara su alma a Dios. ¿Qué pasaría? Dos cosas principales. Primera e inmediata: que Dios se vería en un brete. Segunda y principal: que, aquí en la tierra, el PSOE estaría obligado a nombrar un sustituto del finado. Y eso es muy peligroso, porque ¿y si encuentra a alguien que valga?
Cuando Fraga encabezaba la oposición de derecha, González estaba encantado: tal como hacía las cosas el ex ministro de Franco, era su mejor aliado. Otro tanto le pasó con Santiago Carrillo. Me atengo a la misma lógica cuando expreso mi más vehemente deseo: ¡Viva, viva mucho, don Joaquín!
Javier Ortiz. El Mundo (28 de enero de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de enero de 2012.
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