El principio de Peter, como tantas otras grandes conclusiones sobre el comportamiento humano, se presentó bajo el ropaje de la más apabullante sencillez: «En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia». Cuando esta simple observación fue formulada y explicada en 1969 por Laurence J. Peter y su colaborador Raymond Hull, fueron miles las personas que simpatizaron de inmediato con la fórmula: fundamentaba lo que ellas mismas habían experimentado día a día en su relación (en su enfrentamiento) con los más diversos organismos burocráticos.
Las conclusiones del «principio de Peter», más allá de su formulación humorística, daban base al más fiero de los pesimismos en lo relativo al funcionamiento de las jerarquías burocráticas. Porque así suele ocurrir: allí donde un empleado destaca por las excelencias de su trabajo, sus jefes tienden a ascenderle de nivel, ascensión que no se detiene hasta que el empleado llega a un cargo cuyas responsabilidades le superan. Alcanzado así su nivel de incompetencia, deja de ascender... pero tampoco desciende al peldaño en el que se encontraba con anterioridad: esa es la particularidad que distingue el funcionamiento burocrático de la lógica formal.
Sólo en algunos países los seguidores de Peter consideraron, para sorpresa del maestro, que su principio era objetable, por excesivamente optimista: en esos países, nada asegura que una persona competente tenga por qué ascender en la escala burocrática. Para estos casos, podría haberse formulado otro principio general complementario: «A la hora del currículum, un primo director general vale más que diez años de experiencia positiva». No sería, en el fondo, sino una reformulación del «principio de Al Capone sobre el póker» que el propio Peter recogió: «Tres seises y un revólver ganan a cuatro ases».
Peter sostenía, de todos modos, que su «principio» no tiene carácter de ley: siempre hay gente capaz de rechazar un ascenso tras intuir que le caerá más bien ancho, y otros que, conscientes de que se cometió un error al acenderlos, solicitan su regreso al antiguo puesto. Pero esas excepciones –teóricamente posibles, aunque físicamente escasas– no alteran la validez de la regla.
Lo que caracteriza el pensamiento de Laurence Peter, y aquello que confiere a éste su atractivo más especial, es su capacidad para descubrir lo bien fundado del pesimismo y el fatalismo con relación a los actos de la especie humana y, más en concreto, con respecto a los de aquellos que tienen el poder de mandar.
La observación del funcionamiento de la burocracia generó pronto otras leyes y principios que no siempre formuló Peter, pero que él siguió recogiendo puntualmente en sus sucesivas obras. Surgieron entonces las más o menos apócrifas «leyes de Murphy»: «Cuanto más urgente es la necesidad de tomar una decisión, menos claro estará quién debe tomarla», «Si las probabilidades de éxito son del 50%, las de fracaso alcanzarán el 75%», etc. Y se resucitaron las viejas pero no menos certeras de C. Northcote Parkinson: «El trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para su ejecución», «En todo grupo de trabajo, el número de personas tiende a aumentar, con independencia del total de trabajo que se realice», «Si existe una forma de demorar una decisión importante, la buena burocracia la encontrará», etc.
Pronto Peter descubrió, para su satisfacción, que él pensamiento antiburocrático gozaba de honrosísimos precedentes: desde Aristóteles a Lincoln, pasando por Mark Twain y Balzac («Sólo hay una máquina gigantesca que sea manejada por pigmeos, y es la burocracia»). «Cuando me hice escritor –explicó Laurence Peter en cierta ocasión– mi coleccionismo se reveló rentable en varios insospechados aspectos. Descubrí que estaba emulando a los autores de mis citas favoritas en cuanto que tenía algo que decir y lo decía en el menor número posible de palabras. Mientras estudiaba las obras de estos admirados escritores, descubrí que el lenguaje se utiliza con dos finalidades: 1) Para transmitir información... y 2) Para poner orden en un mundo caótico». Dedicó entonces parte de sus esfuerzos a compilar las expresiones de esos grandes hombres, mostrando que recopilar citas ajenas no tiene por qué ser labor de mediocres.
El «principio de Peter» recibió una cálida acogida popular, como demuestra el hecho de que se vendieran más de ocho millones de ejemplares de su primer libro. Pero el psicólogo afincado en EE UU no se limitó a la observación de las leyes de burocracia. Combinó sus clases en la Universidad de California del Sur con la ampliación de sus análisis satíricos a otras áreas del comportamiento humano, con idéntico espíritu corrosivo, y a veces autocrítico: «Todo lo que puede ir mal irá mal», «Toda solución engendra nuevos problemas», «Si encuentras cuatro formas de que algo pueda ir mal y las evitas, pronto aparecerá una quinta», «Si te sientes bien, no te procupes: pronto lo superarás»... 0 la de mayor grado de dureza que quizá llegara a producir a lo largo de todos sus escritos: «Nadie es un fracaso absoluto; siempre puede servir de mal ejemplo».
Javier Ortiz. El Mundo (16 de enero de 1990). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de enero de 2018.
Comentar