El otro día escuché una encuesta impregnada de lo que cabría llamar el espíritu Villalobos. Sostenía que, de los muertos de cáncer de pulmón el pasado año en España, el 20% -creo que era ésta la proporción: no estoy seguro- eran fumadores pasivos.
La encuesta tenía trampa, y muy burda: se basaba en el falso sobreentendido de que el tabaco es la única causa de cáncer del pulmón. De ese modo, quienes habían muerto de cáncer de pulmón sin ser fumadores, pasaban automáticamente a ser catalogados en la encuesta como «víctimas pasivas» del tabaco.
Con un criterio como ése, el tabaco tiene siempre la culpa. Y lo que es más importante todavía: nada que no sea el tabaco puede tener culpa alguna.
Celia Villalobos quiere prohibir por decreto que se fume en los centros de trabajo. Su razonamiento es tan simple como ella misma: el tabaco perjudica no sólo a los que fuman, sino también a los que no; las personas que no fuman merecen protección; ergo hay que adoptar cuanto antes medidas prohibicionistas.
Con argumentos semejantes procedieron las autoridades norteamericanas a la prohibición de las bebidas alcohólicas. Porque el alcohol, como el tabaco -y probablemente más-, no sólo perjudica a quien lo consume, sino también a la colectividad. Por muchas vías: por las elevadas cantidades que ha de destinar anualmente el Estado al tratamiento médico de las enfermedades hepáticas y otras derivadas del alcoholismo; por el elevado coste social que tienen los muchos accidentes de circulación provocados por la ingesta excesiva de alcoholes; por el absentismo laboral y la disminución de la productividad que induce; por los innumerables dramas familiares y de convivencia que fomenta...
Fumador empedernido, estoy lejos de despreciar los efectos nocivos de mi vicio. Sé que puedo no sólo molestar, sino incluso perjudicar a los demás. No frivolizo la cuestión. Pero pido que tampoco se aborden de manera frívola los problemas que acarrea la sumisión al hábito cultural del tabaco y la adicción a la nicotina (que, según los especialistas, ata mucho más que otras drogas, incluidas la heroína, la cocaína y el propio alcohol).
No tiene sentido aspirar a encontrar soluciones que acaben con el problema de un día para otro, y menos todavía por la vía del decreto. Es necesario plantearse salidas a medio plazo, basadas en el diálogo y en las concesiones mutuas entre quienes fumamos y quienes no. Personalmente, hace ya tiempo que evito fumar en ascensores y otros espacios reducidos; si hay en el recinto una embarazada, salgo fuera para fumar; si estoy en una reunión con no fumadores, me reprimo las ganas y fumo sólo lo imprescindible para vencer el mono... Me parecen muestras de elemental buena educación. A cambio, reclamo que los no fumadores se hagan cargo de la realidad en la que vivimos los fumadores profesionales y nos ofrezcan una salida viable. A mí, por lo menos, eso que dicen de los cinco minutos de pausa laboral para fumar cada tantas o cuantas horas no me vale: escribir y fumar son en mi caso dos actividades indisolublemente ligadas.
Contaré una anécdota pasablemente chusca para dar una idea de mi veneración tabaquera.
Hace muchos, muchíííísimos años, me enamoré como un auténtico capullo -perdonen ustedes el pleonasmo- de una mozuela que unía en su persona la doble característica de ser extraordinariamente guapa y apabullantemente inteligente. La antítesis de Celia Villalobos, por así decirlo.
La pretendí con tenaz perseverancia durante meses. Qué digo: durante años. Yo no sabía si es que ella no se enteraba de mis anhelos, si es que hacía como que no los notaba o, más sencillamente, si es que no tenía el menor interés en la cuestión. Pero, por fin, un buen día... ¡me hizo caso!
Mucho, incluso.
Todo, para ser exactos.
Me sentí el hombre más feliz, tal vez no del mundo, pero sí de los circulantes en un kilómetro a la redonda, por lo menos.
Fuimos amorosamente al lecho e hicimos las marranadas correspondientes. Tras de lo cual -¿hay algo más natural?-, me dispuse a encender un cigarrillo.
-¿Vas a fumar en la cama? -clamó, descomponiendo de manera lastimosa sus bellas facciones.
-Pues sí... Eso pretendía -balbucí.
-¡De ninguna manera! -bramó, todavía más descompuesta.
Así que me levanté, me vestí y me marché.
No porque me hubiera enfadado, sino porque comprendí de golpe que mi amor por aquella mujer era totalmente imposible.
Puesto a elegir entre los dos amores, ni se me planteó la duda: el tabaco era -y sigue siendo- dueño de mi corazón.
¿Qué acabará partiéndomelo? Es posible. Pero, ¿no es lo típico de los grandes amores, que te partan el corazón?
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Nota.- La confección de este apunte ha acarreado el consumo de seis cigarrillos.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (6 de junio de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de mayo de 2017.
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