Jamás imaginé que el mundo degeneraría hasta tal punto que acabaría viéndome en la penosa necesidad de defender la competencia económica. No es que ignorara sus ventajas; sencillamente, percibía también sus mayores inconvenientes, y simpatizaba con quienes denunciaban las injusticias sociales que acarrea.
Pero el dilema, ay, no se plantea ya en esos términos. Ahora sólo cabe elegir entre los males de la competencia y los horrores de su supresión por la vía del monopolio o el oligopolio.
Tómese la realidad internacional. Hace apenas unos años, el mundo estaba sometido a la implacable competencia entre, de un lado, la URSS y el mal llamado bloque socialista -que ni era bloque ni era socialista- y, del otro, los Estados Unidos y sus aliados. El miedo al reforzamiento de la URSS impelía a la coalición capitalista a mostrar su cara más amable: se gastaba una pasta gansa en cosméticos con los que disimular sus taras y en regalos con los que contentar a sus súbditos y atraer a los del bando de enfrente. Ahora que carece de rival, pasa de amabilidades. Así le va al Estado de bienestar. Y al Tercer Mundo.
Pasa tres cuartos de lo mismo con el mercado de la comunicación en España. Viendo su panorama actual, la propuesta más pertinente que se me ocurre es la que hacía un personaje de Pío Baroja en sus Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox: «¿Y si abriríamos la ventana?».
No vendría nada mal abrirla de par en par: dentro hiede.
Dos empresarios editores, que han medrado gracias a los favores que el poder político negaba a otros, apelan ahora al mercado puro y duro para hacerse en alegre comandita con el control de casi todo: con los huevos de oro de la gallina futbolera, con la televisión convencional, con la digital del inmediato futuro, con el cine, con las radios... Si lo consiguen -y están a punto-, podemos dar por muerto el poco pluralismo que todavía queda. Ellos decidirán quién habla y quién calla, quién publica y quién se come sus escritos con patatas. Sus beneficios serán tan inmensos que competir con ellos se volverá imposible: como quien abre una tienduca de regalos pegada a El Corte Inglés.
No me preocupa la ideología de ese par de empresarios; me asusta el poder que están acumulando. Un poder que trasciende ampliamente el mundo de la comunicación: si llegan a dominarlo por completo, poner y quitar gobernantes será un juego de niños para ellos.
El pluralismo es un valor social de primerísima importancia. Lo es, claro está, para los que ejercemos de discrepantes profesionales: si se instaura un pensamiento único, jamás será el nuestro. Pero también los demás humanos se benefician del pluralismo: no hay mejor modo de calibrar la auténtica valía de las ideas -y de sus portadores- que ver cómo se confrontan entre sí.
Siempre he sentido una instintiva desconfianza hacia los amantes de los uniformes. Pero quienes me dan más miedo son los que se esfuerzan en que las gentes lleven el uniforme en el cerebro.
Javier Ortiz. El Mundo (28 de diciembre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de enero de 2011.
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