Ah, la controvertida unidad de España. ¿Existe? Y si existe, ¿en qué consiste? He oído las más variadas y peregrinas argumentaciones sobre tan singular materia, desde las más evanescentes hasta las más arrastradas: desde la escatología joseantoniana, que nos remitía a «la unidad de destino en lo universal», a la pragmática de mi buen amigo Gervasio Guzmán, que en los años 70 definía España, muy lacónicamente, como «eso sobre lo que manda Franco».
En lo que a mí respecta, hace ya tiempo que aporté mi modesta contribución al sesudo debate: en mi criterio, España es una unidad de desatino en lo universal.
Lo ha demostrado sobradamente.
Hoy quisiera detenerme en una de las habilidades que los hijos del conglomerado celtibérico mejor hemos sabido cultivar, para envidia cochina de pueblos más laboriosos y sabios. Me refiero a la hispana capacidad para matrimoniar la moderación y el extremismo.
Reparé por vez primera en esta poco frecuente aptitud allá por el inicio de los 80, cuando la facción llamada político-militar de ETA inventó el reformismo armado. Durante un cierto tiempo, los poli-milis -así se hacían llamar- se dedicaron a poner terroríficas bombas en playas y estaciones de tren, causando numerosas víctimas, para exigir... ¡más transferencias para el Gobierno vasco! La radical incoherencia entre la nimiedad de las metas que perseguían y la brutalidad de los medios que empleaban suponía una tan obvia e incontrovertible prueba de celtiberismo que los propios poli-milis se rindieron a la evidencia y, en cosa de nada -el tiempo que les llevó apercibirse de que lo suyo era un puro bucle melancólico-, se hicieron fervientes españolistas.
Asistimos ahora en el solar patrio a otra ceremonia del mismo género, aunque esta vez sin bombas de por medio (todavía). Me refiero a la feroz pugna que se ha montado, todos contra todos, a grito pelado, para aclarar qué tendencia política es la más moderada, transigente, tolerante y respetuosa. Peritos de la paradoja, virtuosos del disparate, nuestros políticos de toda laya se despellejan entre sí en nombre del diálogo, la concordia y el consenso, cada uno empeñado en que los demás, atajo de zoquetes, acaben entendiendo de una vez algo tan sencillo y elemental como que la razón la tiene él y sólo él. Tanto más se parecen los unos a los otros, tanto más se repelen mutuamente. En realidad, es su repulsión mutua lo que más les iguala y los identifica como miembros de la misma gens.
Empadronado desde hace años en las antípodas sentimentales de esta España dispuesta a pegarse por todo lo secundario -y por nada de lo principal-, me siento cada vez más extranjero. ¿Qué pinta en esta tierra un radical apacible, un extremista sin afición alguna por la pendencia?
En otros lares, las gentes ensalzan la cautela de quienes ocultan sus manos de hierro con guantes de seda. Aquí la mano da igual de qué guante se recubra, con tal de que sirva para arrear mamporros.
Javier Ortiz. El Mundo (21 de marzo de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de marzo de 2012.
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