Alguna vez he escrito que mi condición de exfumador empedernido y militante -en ambas direcciones: fui tan empedernido y tan militante como fumador como ahora lo soy en la causa opuesta- me sitúa en una posición ventajosa para hablar del asunto de las prohibiciones, etcétera.
Falso. Cuanto más reflexiono y vivo el problema, más perplejo me siento.
De fumador, asumía la contradicción. De un lado, comprendía que mi hábito molestaba a la gente no fumadora y me avenía a pactar con ella: un cigarrillo cada hora durante las reuniones, nada de fumar en los ascensores ni en los hospitales (otra cosa eran los lavabos)... Pero, a la vez, me la cogía con papel de fumar, por así decirlo: si en un hotel no había habitaciones para fumadores, me iba al de al lado; si en un medio de transporte no permitían fumar, buscaba otro.
Ahora no fumo. Y me molesta enormemente que se fume en mis cercanías.¡Incluso en la calle! Estoy en las antípodas de esos exfumadores que persiguen el rastro de los humos cual perros de caza siguiendo el olor de sus posibles presas. No es una cuestión ideológica, sino física: el humo del tabaco me lastima las vías respiratorias más allá de cualquier lógica que no se me escape. He llegado a inventarme teorías ad hoc. La que mantengo con más firmeza sostiene que, una vez que abandoné el tabaquismo, mis vías respiratorias fueron desprendiéndose de la protección de alquitrán que las separaba del oxígeno exterior, con lo cual emergieron a la luz tejidos epidérmicos que habían estado a cubierto desde hacía 40 años, y que no estaban en condiciones de soportar la agresión ambiental. Sea por lo que sea, el hecho es que el humo del tabaco me hace polvo la garganta en cosa de minutos y que, si paso unas horas en un ambiente donde se fuma, al día siguiente arrastro una carraspera de mil pares. Me dicen: «¿Y el humo de los tubos de escape?». Pues no sé. Imagino que también me fastidiará un montón, pero el caso es que lo noto menos.
Llega ahora la ley contra los fumadores y mi corazón se escinde. Cada vez que oigo que se trata de protegerles también a ellos -de protegerlos de sí mismos, como quien dice-, me enfurezco. «¿Y por qué, ya de paso y en esa misma línea, no amordazan a Aznar, para protegerlo también de sí mismo?», clamo iracundo. Pero, cuando imagino que en el siguiente restaurante al que acuda no se empeñarán en que mezcle los aromas del azafrán -es un suponer- con los de la hebra tabaquera, se me asoma una sonrisa de oreja a oreja.
Tengo oído que amar y odiar una cosa al mismo tiempo es el principio mismo de la neurosis. Pero no es mi caso. Yo odio el tabaco y amo a montones de fumadores (y fumadoras, dicho sea de paso). De modo que, por lo menos por esa vía, no soy neurótico. Sólo contradictorio. Horrible, tremenda, definitivamente contradictorio.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (16 de diciembre de 2005) y El Mundo (26 de diciembre de 2005). Hemos publicado aquí la versión del periódico. El apunte se titulaba Una contradicción andante. Subido a "Desde Jamaica" el 26 de noviembre de 2017.
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