Carlos Iturgaiz, que posee sin duda una de las mentes más preclaras y sagaces no ya de la política vasca, sino también de la española, y es probable que de la mundial, dice de Joseba Egibar que «más parece el portavoz de un partido radical que el de un partido democrático». José María Aznar -tal vez no tan penetrante en sus análisis como Iturgaiz, pero capaz de servirse de tropos y metáforas de originalidad sencillamente deslumbrante- asegura que el PNV «chapotea en el barro de la radicalidad».
Es de justicia que agradezca a ambos el favor que me han hecho sacándome de la ignorancia. Hasta ahora, jamás se me había ocurrido que lo contrario de la democracia fuera la radicalidad. Tonto de mí, dejándome llevar por rancios y vulgares tópicos, siempre había considerado que lo opuesto a la democracia era la dictadura.
En mi simplismo -torpemente alimentado por diccionarios y enciclopedias-, daba incluso en pensar que lo radical es lo que se refiere a la raíz, de lo cual deducía que una idea radical es la que no se va por las ramas. Qué bobo.
También contribuía a mi yerro la constancia de que la historia de la política contemporánea registra la existencia de no pocos partidos que se han definido a la vez como radicales y como democráticos.
Pero, claro, eso era antes de que se estableciera lo que a partir de ahora se llamará el principio de Iturgaiz, que -legítimo heredero de la dialéctica hegeliana, rica en paradojas aparentes- es también capaz de justificar que se pueda reclamar a ETA que designe para negociar con el Gobierno español a aquellos de sus dirigentes que no estén aún encarcelados, más que nada para detenerlos. ¿Cómo no me había dado cuenta? Es obvio: de lo contrario, la cosa no tendría ninguna gracia.
Inmerso como estoy en el terreno de la autocrítica, habré de admitir que incluso yo mismo me he tenido siempre por radical. Cuando he creído que se estaba conculcando un derecho, lo he defendido hasta el final. Es decir, radicalmente. Así, por ejemplo, en los tiempos de la dictadura franquista, chapoteé la tira en el barro de la radicalidad. No me di cuenta de que eso era antidemocrático. En cambio, otros - precursores-, cogieron la idea a la primera y se curaron en salud. Gracias a esa veteranía suya en el antirradicalismo, ahora están en inmejorables condiciones para liderar la democracia: es lógico.
Fruto de esa persistencia mía en el error, todavía tengo dificultades para entender que la defensa del derecho de un pueblo a su libre determinación represente una prueba de antidemocratismo.
Pero, no se preocupen: estoy dispuesto a enmendarme. Y a ver si, de paso, convenzo a Egibar.
Javier Ortiz. El Mundo (27 de octubre de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 23 de febrero de 2013.
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