Se suponía que debía recoger el Premio Nobel con un discurso social, duro, crítico, feroz, comprometido. A fin de cuentas, es bien sabido que José Saramago se dice -se confiesa- comunista, y un comunista está obligado a ser muy social, muy crítico y muy comprometido.
Pero no: habló de sus abuelos. Habló de gorrinos en la cama, de encinas, de estrellas, de sueños, de viejas fotografías, de la muerte.
Habló de su incansable rumor de memorias.
Alejándose del mitin esperado, adentrándose en los recuerdos de su infancia, Saramago nos contó del más bello modo por qué él es como es. O, quizá mejor: por qué no puede dejar de ser como es.
Por fidelidad.
Hasta una cierta edad, a algunos se nos plantea la necesidad de ser fieles a otros: a aquellos que nos precedieron en el mismo esfuerzo; a los que nos legaron la capacidad de ver, de comprender, de sentir, de rebelarnos.
Luego, un buen día, creemos que ya no es eso: que es a nosotros mismos a los que nos debemos fidelidad. Que si continuamos en la brega es, fundamentalmente, para no traicionar nuestra propia trayectoria.
Finalmente entendemos que la verdad estaba al comienzo: todo lo hacemos por visceral gratitud hacia quienes nos enseñaron a descifrar un poco -un poco- este caos que llamamos existencia. A los que nos dieron las claves del por qué llorar, del a qué decir no, del secreto de la belleza de la vida compartida.
La abuela de José exclamó, sabiéndose en las puertas mismas de la tumba: «¡El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir!». Su abuelo se abrazó uno a uno a todos los árboles de su terruño, para despedirse de ellos, antes de irse para siempre. Los dos enseñaron a aquel niño a amar la vida, la hermosa, la esquiva vida. Él les ha sido fiel. Les ha seguido amando.
Nadie combate porque sepa que el modo de producción es injusto. Aunque lo sepa. Nadie se enfrenta al orden porque sea consciente de que el reparto de la riqueza es injusto y que la injusticia es ley, aunque lo sepa. Lo hace -el que lo hace, si lo hace- porque alguien alguna vez le enseñó que el mundo es un lugar fantástico del que todos podríamos disfrutar, si no fuera porque algunos lo quieren para sí solos.
Habló de ello Saramago, y dijo: «Nada de esto tiene importancia, sino para mí».
Lo suscribo: nada de todo esto tiene ninguna importancia, sino para mí.
Javier Ortiz. El Mundo (9 de diciembre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de diciembre de 2010.
Comentarios
Escrito por: Paula.2010/12/12 17:22:20.305000 GMT+1
Escrito por: xosé.2010/12/13 16:26:13.129000 GMT+1