Lo recuerdo perfectamente. Teníamos 10 años. Los curas nos habían sacado de excursión. Era una hermosa mañana de primavera: fresca, luminosa. Subíamos hacia Aritxulegi, entre Oiartzun y Lesaka, en la frontera entre Guipúzcoa y Navarra. Un compañero se acercó y me susurró:
-Esta carretera la construyeron los presos condenados a trabajos forzados. Mi padre fue uno de ellos. Algunos murieron. Los iban enterrando sobre la marcha.
He vivido toda mi existencia, hasta donde la memoria me alcanza, con la tragedia de Euskadi a cuestas. Mucho antes de que naciera ETA ya hervía el odio. Ya había muerte. Ya se evocaban los exilios. El habla-en-cristiano es de antes. La Brigada Político-Social ya funcionaba antes. Ya estaba a las afueras de San Sebastián el cuartel de Intxaurrondo. Pero fue a partir de la IV Asamblea de ETA cuando se puso fatídicamente en marcha la llamada espiral acción-represión: los muertos por cientos, los presos por cientos, los rencores infinitos, el ansia feroz de venganza en uno y otro bando. Tú matas, yo mato. Tú encarcelas, yo secuestro. Cuanto peor, mejor. Y hasta hoy.
No pretendo argumentar nada. No prologo ninguna tesis política. Sólo trato de describir el escenario en el que me ha tocado vivir, sentir -sufrir-, durante medio siglo, para explicar por qué en la noche del miércoles pasado la alegría me cortó hasta el aliento. Sé de sobra que a mis lectores vascos no les digo nada: lo conocen igual que yo. Mejor que yo. Se lo cuento a los demás. Con el ánimo de incitarles a entender. A hacer un esfuerzo para no frivolizar. Fuera de Euskadi ha habido muchos atentados sangrientos, por supuesto. Pero no tantos. Y lo que no ha habido es el desgarro social que hemos tenido que padecer los vascos: familias partidas, amistades rotas, el entendimiento imposible, la hostilidad cerrada. En los lugares de trabajo, en los de diversión, en la calle. Cada día, a cada hora, a cada minuto. Llegué a desesperar de mis hermanos salvajes. Escribí: «Caminante que pasas: silencio. / Aquí hubo un pueblo. / Respeta el cementerio». Aún me cuesta creer que las heridas puedan cerrarse y acabar cicatrizando.
Me preocupan los que opinan alegremente a distancia sobre el conflicto vasco no ya sin saber lo suficiente sobre él -eso siempre tiene remedio- sino sin sentirlo, sin llevarlo perpetuamente pegado, como una sombra siniestra, como una inacabable pesadilla. Los que ya están poniendo puertas al futuro: «Los límites son éste y aquél». No, no, por favor: los límites serán los que acertemos a acordar entre todos, basados en lo que la mayoría quiera, destinados a no volver jamás a las andadas fúnebres.
Me preocupan también, y mucho, los que han convertido el drama en negocio. La paz es siempre un desastre para los que comercian con la guerra, sea en la trinchera que sea. La paz no interesa a los vendedores de arengas. Ni a los profesionales de la valentía. Y los hay. Y tienen peso.
Javier Ortiz. El Mundo (19 de septiembre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de septiembre de 2010.
Comentarios
Qué bien escribías... aunque no sé si hago bien utilizando el pasado porque esto parece que está escrito mañana.
Gracies por too.
Escrito por: Xuan Ramón.2010/09/28 17:03:33.272000 GMT+2
Escrito por: .2010/10/01 18:15:51.522000 GMT+2