Domingo de recorrido turístico por el sur y el oeste de Gran Canaria.
Empezamos por bajar hasta la vecindad de las dunas de Maspalomas, a darnos un baño y tomar el sol (no en mi caso: siempre prefiero la sombra). El todo Las Palmas se precipita en verano hacia el sur de la isla, que parece tener certificado de sol. Coincide allí con media Alemania, media Finlandia y un cuarto de Inglaterra. Chaletitos, apartamentos, bungalows. Y hoteles, y hoteles y más hoteles. Y antros de comidas espantosas.
Es, sencillamente, un horror. Un horror sólo ocasionalmente desarrollado en lengua castellana: buena parte de los letreros están exclusivamente en lenguas foráneas. El aire atruena de músicas machaconas.
Me refugio debajo de una sombrilla con un taco de periódicos a mi lado y trato de hacer como que no veo lo que veo. Da igual: lo que leo en los periódicos también es un horror.
Felizmente consumida la ración de playa, marchamos hacia Arguineguín, pequeño puerto pesquero que aún conserva alguna traza de tal. Nos han recomendado un modesto restaurante más frecuentado por gente del propio pueblo que por turistas. La recomendación es buena. Comemos pescado local, fresco y bien cocinado. Nos tratan con esa amabilidad, exquisita pero nada servil, en que la gente canaria es experta. Por un momento consigo olvidarme de las hordas turísticas y del cemento invasor.
Tras la comida, seguimos viaje hacia Mogán. Descubro que lo de la zona de Maspalomas y la Playa del Inglés era empeorable: todos los acantilados sobre la costa están llenos, absolutamente llenos de urbanizaciones y más urbanizaciones. Decenas, centenares de urbanizaciones. Los únicos huecos libres de urbanizaciones están ocupados por grúas y excavadoras que construyen más urbanizaciones. Yo creía que las colinas de la costa de Alicante colmaban todas las posibilidades humanas de suplantar naturaleza por cemento. ¡Ingenuo de mí! Esta pesadilla lo supera con creces.
--Pero, ¿es posible que alguien viva ahí? -pregunto estremecido.
--¡Hay bofetadas por un apartamento de ésos! -me responden.
Hago cálculos mentales. El agua que tienen que consumir. La basura que tienen que generar. Las camas hospitalarias que se requieren para atender a toda esa masa. ¿Qué diablos pretenden las autoridades canarias? ¿Se han vuelto locas? ¡La isla se va a hundir, con tanto peso!
Pero inmediatamente pienso en las cuentas bancarias que tienen que estar engordando gracias a todo ese disparate inmobiliario: es la única explicación para todo ese gigantesco y espantoso absurdo.
Confío en que algún día los culpables de todo esto sean conducidos ante el Tribunal de La Haya. Porque es, desde luego, un crimen contra la Humanidad.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (2 de julio de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 14 de mayo de 2017.
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