La vigente Constitución Española prohíbe (art. 67.2) el mandato imperativo de los diputados. Quiere esto decir que, en teoría -digo en teoría-, cada parlamentario debe votar siguiendo el exclusivo dictado de su conciencia. No conforme a lo que le diga su partido, ni de acuerdo con lo que considere que esperan quienes lo han elegido: lo que a él le parezca mejor, sin más.
En esas condiciones -que no juzgaré aquí, más que nada para no liarnos demasiado-, se supone que nuestros parlamentarios no representan ni al partido en cuya lista concurrieron a las elecciones ni a la circunscripción específica que los respaldó. Son representantes, por así decirlo, del conjunto del electorado. De todo él, en general, y de ninguna de sus partes en singular.
Bueno, pues si es así, y así es en teoría -en teoría, vuelvo a decir-, tanto da que el político en cuestión llegue a las Cortes de Madrid desde Soria o desde Vizcaya, desde Córdoba o desde Ourense. O, en el caso del Parlament de Cataluña, desde cualquiera de sus cuatro provincias, que ni siquiera se corresponden con la división territorial histórica catalana, que es por comarcas.
Tendría sentido limitar el principio de la plena igualdad del voto de todos los ciudadanos y las ciudadanas, al margen de su residencia, si de lo que se tratara es de obtener una representación territorial ponderada. Por ejemplo: tendría sentido hacerlo a la hora de la elección del Senado, si el Senado fuera la Cámara de representación territorial que debería ser, y no ese espantajo de Cámara de segunda lectura que es. Pero, no pretendiéndose obtener una representación territorial y estando liberado el electo de cualquier condicionamiento de ese tipo, ¿a cuento de qué viene que el voto depositado en Girona valga mucho más que el de Barcelona, o el de Alava muchísimo más que el de Vizcaya, o el de Soria infinitamente más que el de Madrid?
En la sociedad actual, en las que las personas que habitan en pueblecitos tienen prácticamente las mismas posibilidades de informarse que las que viven en grandes urbes, carece de sentido el brutal privilegio que nuestro sistema electoral hace en favor del voto de las unas y en contra del de las otras. Es inaceptable -insisto: salvo en los casos en que se trata de asegurar una representación regida fundamentalmente por criterios territoriales- que alcance una representación parlamentaria mayor, al nivel que sea, quien de hecho ha obtenido menos votos.
Javier Ortiz. El Mundo (24 de octubre de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de octubre de 2012.
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