Quienes hemos seguido el curso de la vida política desde la Transición hasta ahora sabemos que un problema generalizado de los grandes partidos es que gastan mucho más dinero del que tienen. Sobre todo en las campañas electorales y en los referendos.
Ese grave desfase han tratado de solucionarlo por diversas vías, según los partidos, según los tiempos y según, sobre todo, su capacidad para influir en las decisiones de las administraciones públicas. Cuando del arbitrio de un partido dependen negocios de primera importancia, quienes disponen de más dinero -bancos, grandes empresas locales, firmas multinacionales- no dudan en pagarle, sea para obtener esta o aquella concesión o sea, más en general, para dejarlo en deuda.
Hemos visto de todo al respecto. Fuertes créditos bancarios que no se devuelven y no pasa nada, maletas (e incluso bolsas de grandes almacenes) llenas de billetes que se pasean por las sedes, empresas inventadas sobre la marcha que hacen informes sin el menor interés (o que ni siquiera llegan a hacerlos) pero que cobran a precio de oro, rutilantes cuentas corrientes abiertas en Suiza o en paraísos fiscales y alimentadas de los modos más variopintos... Desde las mayores chapuzas a los recursos más elaborados.
Me cuentan que en los últimos años ha funcionado mucho una técnica que se diría inspirada en la obra de Mario Puzo: el partido en el poder -en el poder que sea, donde sea- adjudica tal o cual obra importante a una empresa sin exigirle nada a cambio; se limita a hacerle ver lo cara que está la vida política y lo bien acogidas que son las donaciones voluntarias. Suelen entenderlo perfectamente.
Al margen del blindaje legal de los métodos a los que se recurra, la viabilidad de los tinglados de financiación irregular de los partidos depende siempre de la complicidad colectiva de los que intervienen en la trama: de los que pagan, de los que reciben... y de los que no reciben en esa operación concreta, pero están interesados en no decir nada porque están recibiendo en otras, o porque recibieron ayer, o porque esperan volver a recibir mañana. Si alguien rompe el pacto de silencio sobreentendido, todo puede venirse abajo. Recordemos el caso Filesa: allí fue un gerente maltratado y con principios el que optó por contar lo que sabía. El alma humana es así. Hasta en el submundo de la corrupción política puede aparecer gente con vergüenza.
Pero no es el caso de Maragall. Él no ha roto la omertà porque se haya caído del caballo y haya visto súbitamente la luz. Más bien todo lo contrario: le cegaron las ganas de tapar como fuera el hoyo del Carmel y se puso a matar moscas a cañonazos.
Cuando Pujol ha salido de su retiro y ha acusado a su sucesor de haber provocado «una ruptura profunda del país» ha puesto el dedo en dos llagas: en la frivolidad de Maragall y en la concepción de país que manejan.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (1 de marzo de 2005) y El Mundo (2 de marzo de 2005). Hemos publicado aquí la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 19 de noviembre de 2017.
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