Cuando un grupo humano afronta un problema, quien consigue que los demás admitan su modo de formularlo logra ya una victoria que es clave: se asegura de que nadie busque soluciones fuera del terreno que él ha delimitado previamente. Por eso es fundamental examinar con sumo cuidado los términos en que se nos plantean algunas discusiones. A menudo, los términos hacen las veces de sutiles anteojeras que nos encaminan -sin que nos demos cuenta, y eso es lo peor- hacia donde nos quieren llevar.
Por ejemplo: el Gobierno de Aznar ha conseguido que la opinión pública acepte, como si fuera la cosa más natural del mundo, que la rentabilidad -su idea específica de la rentabilidad, mejor dicho- debe pesar en la determinación política como criterio prioritario. Gracias a lo cual, hoy en día casi nadie le discute la necesidad de reformar el sistema de pensiones, dado que es «económicamente insostenible», y todo el mundo le admite sin sombra de vacilación que hay que poner la lupa sobre las cuentas de la Seguridad Social, porque -ya se sabe- la pobre está «al borde de la quiebra».
Pero estos problemas pueden ser examinados de un modo diferente. Basta con pensarlos sin tener en cuenta los términos en que nos los sirven como papilla.
Lo primero que hay que rechazar es la pretensión gubernamental de parcelar el erario.
El Estado no cuenta con unos ingresos para esto y otros ingresos para lo otro: tiene una caja única. Ingresa tanto, y ya está. A partir de lo cual, tiene que decidir en qué gasta lo que ha ingresado.
Es absurdo pretender que la Seguridad Social está al borde de la quiebra. Es como si yo decidiera, en mi pequeña y ridícula economía doméstica, que mi presupuesto de electricidad está al borde de la quiebra. «Pues date de baja en Canal Plus, capullo, y deja de engordar a Polanco -me diría mi otro yo-, y con eso ahorrarás lo suficiente para costearte el gasto de aire acondicionado».
Determinar de dónde se recorta gasto y de dónde no es una opción ideológica; no técnica. ¿Que nos va mal? Siempre podemos prescindir de las medicinas de la abuela, qué duda cabe, pero también podríamos dejar el vermouth con chopitos. Me tocan las narices estos políticos que hablan como si lo verdaderamente imprescindible para la civilización y Occidente fuera el vermouth con chopitos. Como si lo único que estuviera en discusión fueran los mierdosos medicamentos de la abuela. La tonta e inútil abuela, que no es nada rentable y además está al borde de la quiebra.
Hace algo así como una década, nuestro glorioso Estado se gastó un pastón del carajo en el programa FACA, de avioncitos militares capaces de matar mucho. ¿Puede alguien decirnos de qué carajo nos sirvió ese espléndido vermouth a reacción -nunca mejor dicho- y con chopitos atómicos?
Empecemos por la abuela. Y quede el vermouth para el final.
Javier Ortiz. El Mundo (20 de julio de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de julio de 2011.
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