Las palabras pueden ser de una pieza: inapelables, rotundas, incondicionales. Decimos: «cierto» y la falsedad queda absolutamente excluida. Decimos: «imposible», y no hay posibilidad alguna.
Pero los absolutos sólo existen como entelequias, como artificios del pensamiento. Son abstracciones. La realidad, en cambio, es siempre concreta. En la realidad objetiva -también en los hechos sociales- nada es unívoco. Cada fenómeno es fruto de una suma de factores, muy a menudo contradictorios. Pensarlos como absolutos simplifica el trabajo mental, qué duda cabe, pero conduce casi inevitablemente a errores de uno u otro tipo.
Lo señalaba hace unos días con referencia a Euskadi. El País Vasco es una realidad, cierto. Pero no es tan fácil delimitarla. Ni siquiera geográficamente. Los nacionalistas vascos afirman rotundamente que incluye siete provincias: cuatro del Bidasoa para acá -con Navarra incluida- y tres del otro lado: Laburdi, Zuberoa y la Baja Navarra. Los patriotas españoles replican airadamente que con las tres vascongadas va que chuta. ¿Quién tiene razón? La razón deambula entre ambas posiciones: cada bando exhibe jirones de ella. Y lo peor es que admitirlo no ayuda en nada a hallar salidas. Indagar en la complejidad de los problemas no garantiza su resolución.
España no es tampoco un hecho unívoco. Recuerdo que, cuando yo era niño, en la escuela nos enseñaban que las provincias de Fernando Poo y Río Muni, con Corisco, Elobey Grande y Elobey Chico, lo mismo que el Sahara Español, eran «tan españolas como Burgos». «Forman parte esencial de la sagrada unidad de España», nos aleccionaban. Y nos contaban que Calvo Sotelo había dicho que prefería «una España roja a una España rota», y que ése había sido uno de los motivos por los que se había desencadenado la guerra civil del 36-39.
Pues bien: pocos años después, el vencedor de aquella guerra civil fue y rompió «la sagrada unidad de España», y primero concedió la independencia a Guinea Ecuatorial, y luego, ya moribundo, regaló el Sahara a Hasán, y España siguió existiendo, aunque más pequeña.
No saco ninguna conclusión especial de aquel episodio: sólo un marcado escepticismo ante los intentos de sacralizar las unidades nacionales. Todas.
La actual unidad territorial de España es la que es, y le veo más ventajas que inconvenientes, y si se solicitara mi opinión en las urnas supongo que votaría a favor de mantenerla, pero mi criterio es sólo uno de los posibles: caben otros.
Soy consciente de que con las unidades nacionales pasa como con los matrimonios: no basta con que alguien quiera convivir con otro; es imprescindible que el otro también lo desee. Hay que ponderar las razones de las dos partes.
No festejo los divorcios, desde luego, pero son preferibles a los matrimonios mal avenidos.
Javier Ortiz. El Mundo (3 de octubre de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de octubre de 2011.
Comentar