Ya comprendo que el asunto tiene sus plazos legales, y que deben cumplimentarse los trámites necesarios, y que Aznar, Pujol, Mardones y el sursum corda tienen que ponerse antes de acuerdo para decidir cómo se lo montan, pero a mí lo único que me interesa en estos momentos es ver a Felipe González salir de La Moncloa. Con la cabeza alta o gacha, con las manos en los bolsillos o rascándose el cogote. Como sea. Pero que se vaya a su casa de una santísima vez.
Algún malicioso habrá que suponga que esa impaciencia es resultado de una espesa inquina, alimentada a lo largo de muchos años. Pues bien: si alguien supone eso, acertará. Sería un hipócrita si no admitiera que la derrota de González me produce una especial satisfacción, y que aún más gustazo sentiré el día en que, al levantarme por la mañana, pueda decirme ante el espejo, con una sonrisa de oreja a oreja: «Felicidades, Javier. ¡Ya se ha ido!».
Pero, con todo, ésa no será mi principal satisfacción.
La marcha de Felipe González tiene para mí una ventaja aún mayor que la de ver cumplido ese viejo deseo. Me fascina aún más la idea de que, a partir del día en que deje de ser presidente, podré empezar a escribir acerca de otros personajes y con otros objetivos en el punto de mira de mi ordenador.
Porque quizá ustedes no se hagan cargo de lo terriblemente aburrido que puede llegar a ser tirarse trece años dando la misma vara, día tras día.
Y es que mi drama es ése: que ya en 1982 estaba en contra. Otros por lo menos se han entretenido efectuando el recorrido: primero estuvieron encantados, más tarde empezaron a ponerse escépticos, luego se desencantaron del todo, después se volvieron críticos, luego más críticos todavía, etc. Pero yo no: los vi con los peores ojos desde el principio. No porque sea muy listo -¡si sabré yo la cantidad de gente que me ha engañado!-, sino porque los conocía de antiguo, y me sabía de sobra cómo se las gastan y lo que valen sus promesas.
Forzado a iniciar tan pronto los estudios de felipología, he tenido tiempo de hacer la carrera, pasar el doctorado, escribir por entregas un Tratado de Felipolología y varios de Cripto-Felipología... Me sentía ya profundamente aburrido, próximo al hastío absoluto, con el cerebro a punto de rebelarse, harto de trillar una y otra vez los mismos surcos. Y de pronto, zas: el 3-M. Loado sea el destino: después de todo un trecenato monográfico, lineal y exhaustivo, por fin se me concede la gracia. Podré hincar el diente a otras piezas.
Y a ello me dedicaré con jovial entusiasmo así que González salga de La Moncloa. Porque mientras siga en ese palacio -tanto me da que esté en funciones, provisional, realquilado o mediopensionista-, yo, por lo menos, seguiré sin fiarme.
No puedo evitar el desagradable recuerdo de otra retirada: la de los griegos, que se hicieron a la mar dejando ante las murallas de Troya, a modo de simpático regalo, un gran caballo de madera.
«Timeo danaos», dijo Príamo. Yo tampoco me fío de este Odiseo.
Javier Ortiz. El Mundo (9 de marzo de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de marzo de 2011.
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