Es cierto que la primera víctima de todas las guerras es la verdad. Pero no se va sola a la tumba. Se lleva siempre con ella otras virtudes. La reflexión, por ejemplo. Cuando la guerra entra por la puerta, el pensamiento sereno huye por la ventana.
Es desolador comprobar hasta qué punto se empobrece el debate en cuanto los contendientes se ponen firmes. Las posibilidades de discutir de modo respetuoso e inteligente desaparecen como por ensalmo. Los argumentos se convierten en armas arrojadizas. «Quien no está con nosotros está con los terroristas», dice George W. Bush, y sus partidarios del mundo entero aceptan sin rechistar la grosería intelectual, en lugar de preguntarse en voz alta si no sería más prudente poner la causa de Occidente en manos de alguien que, además de extremidades, tuviera cabeza. Ellos mismos han pasado a usar la suya sólo para embestir.
He tenido estos días discusiones gloriosas con algunos adalides de la Nueva Cruzada, hasta hace bien poco gente pasablemente sensata. Se niegan, lisa y llanamente, a que algunos podamos considerar que la contienda que se prepara no sea la del Bien contra el Mal, sino, como mucho, la de un Mal contra otro Mal. Para ellos, quienes sostenemos esa posición no somos más que una banda de agentes camuflados de Ben Laden (al que nos han obligado a llamar Bin, supongo que por mera sumisión a la ortografía del patrón).
Me temo que hayamos adoptado una posición semejante a la que hizo suya Jean Jaurès en vísperas de la guerra del 14-18. Él proclamó que la contienda que se estaba gestando era la de unos imperialistas contra otros y llamó a los socialistas a declarar la guerra a la guerra. Le acusaron de ser un agente de Alemania y acabaron asesinándolo.
Pero no sólo el bando bushista tiene problemas con el pensamiento. Aunque a escala y con trascendencia muy diferentes, también del lado de los que nos oponemos a la Nueva Cruzada están apareciendo propuestas y análisis preocupantemente simplistas, cuando no directamente absurdos. Hay quien sostiene, por ejemplo, y en evidente desafío a las leyes de la proporcionalidad, que los atentados del 11 de septiembre pudieron fácilmente ser obra de la CIA. No faltan tampoco los que se limitan a sentenciar que «donde las dan, las toman», como si los miles y miles de trabajadores y visitantes de las Torres Gemelas fueran todos generales del Pentágono en día de libranza.
Están tomando también carta de naturaleza algunos razonamientos que contienen una parte de verdad, pero que son básicamente erróneos en sus conclusiones. Así, el que considera que los actos terroristas del 11 de septiembre son fruto de la pobreza y la desesperación en las que está sumida buena parte de la población del mundo árabe. Esos elementos son parte sustancial de la cuestión, sin duda, pero no la explican por completo. Si la pobreza y la desesperación generaran automáticamente terrorismo, el África subsahariana sería una fábrica de terroristas al por mayor. Y Ben Laden y los suyos quedarían fuera del campo del problema: no es dinero lo que les falta.
Para explicarse los conflictos que tienen su epicentro en el Oriente Medio, el análisis debe incluir la mezcla explosiva de dos factores: de un lado, la política desvergonzadamente arrogante que las potencias occidentales han venido aplicado en toda el área desde hace ya muchas décadas; del otro, la solidez ideológica y cultural de la nación árabe, muchos de cuyos hijos afrontan la situación actual como una insultante e intolerable humillación. Entre otras cosas, porque lo es.
No pretendo que estos elementos de análisis lo expliquen todo. Hay que considerar más factores, sin duda. Lo único que intento es invitar al personal a no conformarse con simplezas de andar por casa. Aunque le resulten mentalmente reconfortantes.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (25 de septiembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de junio de 2017.
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