Antes, la discusión típica a causa de las guerras versaba sobre su carácter justo o injusto. ¿Hay guerras justas? Unos consideraban que la guerra nunca es justa; otros, que sólo son justas las guerras que se desarrollan sobre el propio territorio para liberarlo de una invasión extranjera -es la variante patriótica- y otros, en fin, que es justo levantarse en armas contra toda tiranía, local o foránea. Eran los tiempos en que a la gente le daba por pensar, incluso en las cosas más arduas. Ahora, George Bush, con sus acólitos europeos haciéndole coro, ha descubierto que la verdadera distinción que debe hacerse es otra: a ellos lo que les interesa es diferenciar las guerras fáciles de las difíciles. Las primeras son estupendas; las segundas, del todo rechazables.
Lo ha expresado con meridiana claridad el presidente de los EEUU: él estudia la posibilidad de lanzar un ataque contra Sadam Husein; en cambio, no tiene la menor intención de enviar tropas a Bosnia, porque -y cito- «podríamos vernos empantanados en esa guerra». Le preocupa implicarse en una guerra larga, o sea, difícil. La de Irak le gusta, no solamente porque puede darla por concluida antes de las elecciones presidenciales, sacando de ella la debida renta en las urnas, sino también porque puede hacerla a prudente distancia: desde barcos inalcanzables por las fuerzas de Sadam, desde alturas a las que no llega la defensa aérea iraquí. La de Irak es una guerra fácil. ¿Justa? Bush ni siquiera se toma la molestia de argumentar eso. Ya no recuerda que el mandato del Consejo de Seguridad le autorizó a intervenir tan sólo para poner fin a la invasión de Kuwait, objetivo que ya quedó cumplido. No le importa que donde sí hay una invasión de un Estado por otro es en Bosnia. A él lo único que le preocupa es que la guerra contra Irak resulta fácil, y que la intervención en Bosnia, no.
Se trata de un principio utilitario hasta ahora desconocido en la Carta de las Naciones Unidas. En ella se dicta a los Estados lo que pueden y lo que no pueden hacer. Va a ser necesario añadirle un adendum que diga: «Ningún Estado podrá violar la soberanía de otro... salvo si crea con ello una situación muy complicada». Quizá quede un poco raro. Pero será la pura verdad.
Javier Ortiz. El Mundo (22 de agosto de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de agosto de 2010.
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