Firmemente decidido a impedir que el fin de semana me proporcione sus teóricos beneficios de reposo, acepté ayer la invitación de un amigo para participar en su casa en una partida nocturna de diccionario.
Ignoro si tú, oh lector -o lectora-, conoces el juego. Por si el caso fuera que no, me limitaré a decirte que se trata de un divertimento que, con suerte, puede resultar desternillante. Todo depende del ingenio de los invitados. Anoche éramos siete y, pese a que casi todos formaban parte del incierto gremio de los artistas e intelectuales, la cosa resultó un éxito completo: pasamos horas y más horas riendo a mandíbula batiente. Tal vez influyera en nuestra hilaridad el abundante dispendio de alcohol que hizo nuestro anfitrión, pero tampoco la ingesta debió de ser tanta, a juzgar por el estado relativamente aceptable que presenta mi cerebro a estas horas de la mañana.
Debían de ser algo así como las 5 de la madrugada cuando, tras tan reiterados como inútiles llamamientos a la compostura, logramos culminar la segunda ronda del juego. Estábamos en un punto de degeneración gamberra tal que nadie se sorprendió cuando uno de los invitados se apoderó de una guitarra y entonó una canción de María Ostiz. Aquello podría haber durado hasta el infinito de no haber decidido yo asumir la tutela del instrumento y entonar una pieza de Jacques Brel. Mi gesto tuvo los efectos de una orden de desbandada general. Cada cual pilló su prenda de abrigo y salió zingando para la calle lo más rápidamente que le fue posible.
Hicimos nosotros lo propio al cabo de unos minutos. Hacía un frío increíble, totalmente impropio de estas fechas del año, cosa que no paramos de comentar mientras nos dirigíamos hacia la cercana plaza de Alonso Martínez con el ánimo de pillar un taxi que nos devolviera a casa.
Asomados a la calle de Génova, mi avanzado sopor se convirtió en incrédula sorpresa. ¡Aquello estaba lleno de gente! Cientos, miles de personas, todas ellas bulliciosas, gritonas, la mayoría en estado de ebriedad más que evidente. ¿Y qué diablos hacían allí a esas horas, tan cercanas del alba? Pronto lo comprobé: lo mismo que nosotros. Esperar a que apareciera un taxi libre.
No me recuerdo desde hace años en una situación tan desairada. Y tan darwiniana: los pocos taxis que aparecían eran de inmediato capturados por los más fuertes. Vista la situación, traté de pegarme con una jovencita escuchimizada, que era lo único que parecía a la altura de mis fuerzas. Pero sólo logré que ella tampoco consiguiera un taxi.
Echamos a andar. Cogiéramos la calle que cogiéramos, el panorama era el mismo: hordas y más hordas de gente aparcada en el bordillo, oteando el horizonte en busca de alguna lucecita verde.
Plaza de Bilbao. Plaza de Chamberí. Rubén Darío. Nada. Imposible. Ni un puñetero taxi.
Ignoro si acabé por perder el conocimiento. Supongo que sí. Sé que ya clareaba el día cuando por fin me vi sentado en el asiento trasero de un vehículo autotaxi. Supe que era un automóvil de ese gremio porque escuché la sintonía de la Cope y una voz que anunciaba que estaban finalizando la repetición del programa de José María García.
Según llegué a casa y me metí en la cama, tomé una decisión definitiva: para mí se ha terminado la vida nocturna. O, alternativamente, me hago taxista madrileño y me planto a las 5 de la madrugada en la plaza de Alonso Martínez, otrora sede mundial del botellón, y saco mis servicios a subasta.
Seguro que me da para vivir sin dar un palo al agua durante toda la semana.
Y luego dicen que no hay alternativas.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (7 de abril de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de abril de 2017.
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