Es motivo de general conmiseración la actitud de Natascha Kampusch, la joven austriaca que ha permanecido secuestrada durante ocho años y que, tras escapar de su cautiverio, no ha mostrado particular inquina hacia el hombre que la tuvo recluida.
«La muchacha es víctima del síndrome de Estocolmo», dicen los expertos. Y así será, no digo yo que no, pero por ponerle un nombre clínico a su comportamiento no creo que quepa darlo por juzgado y visto para sentencia.
Lejos de considerarla extraña y pasmosa, la actitud de Natascha Kampusch es una de las más frecuentes del universo. Lo suyo es llamativo por las circunstancias en las que se ha producido, realmente extremas y novelescas, pero el modo de sentir que manifiesta la joven es, en el fondo, muy común.
A su manera y en su propia escala, la mayoría de los humanos -y no digamos de las humanas- tiende a comprender, e incluso a apreciar, a aquellos que los dominan y dirigen sus pasos.
Ahora se habla profusamente de la posición que tuvo buena parte de la población española durante la dictadura franquista. Muchos adoptaron hacia aquel régimen una actitud de sumisión, de temor reverencial, que de hecho se convertía en disculpa, cuando no en comprensión: que si no era para tanto; que si Franco había afrontado una situación caótica; que los que se metían en problemas eran en realidad sólo los que se los buscaban; que el llamado Generalísimo, bien mirado, tampoco era un dictador tan salvaje; que lo suyo no podía ser estrictamente tildado de fascista... A fuerza de intentar explicar su propia inacción ante la dictadura, que algo en su interior les decía que tenía su tanto de cómplice, fueron legión -siguen siéndolo- los que la vistieron de seda, llamándonos extremistas y exagerados a los que nos tomamos los Derechos Humanos y las libertades como una cuestión de principios. Como Natascha Kampusch con Wolfgang Priklopil, su carcelero, sostienen que Franco no fue su amo y señor, porque ellos también pudieron durante su cautiverio -cito el comunicado de la muchacha- dedicarse a «leer, hacer trabajos domésticos, ver la televisión, hablar y cocinar». O a escribir lo que a nadie molestaba.
Es terrible reconocerlo, pero también hay su tanto de síndrome de Estocolmo en la tragedia que sufren muchas mujeres víctimas de lo que ahora se llama violencia doméstica (en vez de machista y patriarcal, términos que la definen bastante mejor). Según los datos publicados hace un par de días, con frecuencia son ellas las que violan las órdenes de alejamiento y buscan a sus maltratadores, a los que se sienten unidas por un vínculo humillante y perverso de sumisión, de dependencia psicológica, que no reconocen como tal.
Y es que rebelarse contra la opresión nunca ha sido fácil. Hay que empezar por odiarla.
Javier Ortiz. El Mundo (31 de agosto de 2006).
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