Casi todos los responsables felipistas que conocí en los tiempos en que su tinglado dominaba la cosa mal llamada pública sufrían una prodigiosa transformación al llegar la noche.
El cambio que experimentaban era tan completo que habría despertado la admiración del propio Stevenson. Eran durante su jornada laboral jefes severísimos, implacables («Señorita: ¿cuántas veces tengo que decirle que me traiga ese expediente? Si no sabe hacer las cosas, deje el sitio a otro»), cínicos de tomo y lomo embuchado («Averigua cuánto vale ese líder sindical, págale y que me deje en paz ya de una maldita vez») y sujetos de dudosa moralidad («Oye, si alguien va a llevarse de todos modos una comisión por ese contrato, mejor que nos la llevemos nosotros, ¿no?»).
Pero, llegada la noche, repantigados en el pub del pub, aflojada la corbata y con un whiskey de Kentucky en la mano, como en acción de gracias por la copiosa cena, les entraba una profunda crisis de humanismo, proletarismo y melancolía:
-Te lo juro, Javier: dan asco. Están pringados hasta las cejas. De socialistas ya no les queda más que el nombre.
«Dan». «Están». «No les queda». Con todo el morro.
Y, como te descuidaras, al salir te echaban la mano al hombro y se empeñaban en que les hicieras la segunda voz cantando:
Santa Bárbara bendita / patroná de los mineros / mirá cómo va, Maruxiña...
Creo que fue Vázquez Montalbán quien definió a estos licántropos de nuestro tiempo llamándolos «déspotas de día, tanguistas de noche». Siglo XX y cambalache. Sus rollos noctámbulos eran, en efecto, del género gardeliano: desdichas sin cuento -pero con muchísimo cuento-, amarguras infinitas, hondos y lacerantes sufrimientos.
En cambio, los mandamases de ahora -o sea, las huestes del PP- no sufren nada. Como no pueden evocar ninguna épica pasada, ni darse el aire de estar a la altura de viejas hazañas, se concentran en el futuro. Y cuando te los topas en un sitio de copas de los que frecuentan -el otro día me metí por equivocación en uno: qué inmenso error-, su discurso tiene más bien aire de bolero. A mí me recuerdan a aquél tan conocido que dice:
Escúchame / debo decirte algo / que quizá no entiendas, / doloroso tal vez.
Y que, efectivamente, acaba sin que entiendas ni de qué narices habla el gachó ni cómo puede ser que alguien pueda portarse tan mal por pura generosidad.
Lo que me resulta más desagradable de los respectivos estilos nocturnos de felipistas y aznaristas no es que los primeros fueran de llorones y los segundos vayan de perdonavidas, ni que tanto los unos como los otros carezcan de motivos reales que justifiquen tales aires. Lo que más me molesta es que el rollo les funcione. Tal vez por las mismas misteriosas razones por las que a muchos, aunque nos choteemos, nos gustan los tangos y los boleros.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de enero de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de enero de 2013.
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