Según un reciente sondeo realizado en EE.UU., George W. Bush ha perdido en el plazo de pocas semanas algo así como el 20% de su prestigio popular. Nueve puntos en sólo 18 días, según otra encuesta.
Sorprenden las oscilaciones que experimenta la opinión pública estadounidense. No ahora: desde hace muchas décadas. Se muestra sensible hasta extremos realmente pasmosos. La brillantez o la torpeza de un político en un debate televisado motiva su meteórico ascenso o su fulgurante caída. Una frase tenida por brillante lo catapulta; otra, considerada torpe, lo hunde. El mismo personaje que ayer era adorado se ve rechazado hoy, pero se recupera pasado mañana y vuelve a la cima.
En comparación con eso, se diría que la opinión pública española es de granito. Los resultados del barómetro que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) dio a conocer anteayer vienen a ser un calco de los que proporcionó hace un año. Apenas ha variado el apoyo electoral que se le atribuye al PP, pese a que hace doce meses el Prestige aún navegaba por esos mares de Dios con las tripas llenas de chapapote y Aznar todavía no había manifestado sus irreprimibles ansias de meterse en guerras mesopotámicas de la mano de Bush y Blair.
No habiendo motivo para considerar que los sondeos posteriores fueran filfa pura, habremos de concluir que buena parte de la población votante española ha dado en considerar que lo del Prestige y lo de la guerra -sin contar pifias menores, como las obras fallidas del AVE o la seguridad social del secretario general madrileño del PP- eran asuntos que Aznar estaba gestionando con escaso acierto, sin duda, pero que tampoco importaban tanto. Los vio como errores que merecían un enfado pasajero, un rictus circunstancial de desagrado demoscópico, pero nada más.
Y a votar, que son dos días.
Aparentemente, estamos ante dos extremos. De un lado, la población norteamericana, que pega saltos opinantes del 20% por un quítame allá esas pajas (y no me refiero en este caso a la señorita Lewinsky). Del otro, el grueso del electorado español, al que cualquier dislate parece resbalarle, así que pasan cuatro días y todo regresa a su aparente normalidad.
No creo yo, sin embargo, que difieran en gran cosa.
Son dos modos de manifestar lo mismo. La una y el otro demuestran la misma indiferencia hacia las cuestiones de principio.
Les valen como argumento para una película, o como consigna para un concierto benéfico, o como coartada para un óbolo solidario. Siempre que no comprometan nada serio, nada trascendente, nada demasiado contante y sonante.
No es cosa de ahora. El refranero popular recoge de sobra ese sentimiento. «Dame pan y dime tonto». «Ojos que no ven». «Ande yo caliente». «La caridad bien entendida».
Todo es finalmente aceptable, siempre que pille a la debida distancia. Y siempre que les pille a otros.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de abril de 2018.
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