Cuando Aznar anunció que no se presentaría a una segunda reelección, me pareció una opción sensata. Me equivoqué.
Se habría tratado de una decisión loable si hubiera sido el corolario de una reflexión general sobre la inconveniencia de la perpetuación de los políticos en puestos de máxima responsabilidad.
Ese es, en efecto, uno de los problemas que presentan los regímenes de tipo parlamentario: la dificultad -la imposibilidad, más bien- de fijar por ley la limitación de mandatos, lo cual permite generar situaciones de presidencialismo fáctico, como la que vive Cataluña con Jordi Pujol, o como la que estuvimos a punto de experimentar con Felipe González.
Pero Aznar no hizo ninguna reflexión global de ese género o, si la hizo, se arrepintió inmediatamente. Renunció a proponer a su partido que su decisión fuera tomada como regla general de obligada aplicación en todos los casos semejantes. ¿Tuvo miedo de enfrentarse a Manuel Fraga, dispuesto a llegar al final de sus días como presidente de la Xunta? No lo sé. El caso es que desposeyó a su gesto de todo carácter ejemplarizante y lo convirtió en poco menos que un capricho personal.
Pues bien: tomada la cosa así, como una rareza suya, mejor habría hecho en callársela. Mejor, quiero decir, para su partido. Porque, a medida que va acercándose la fecha del inevitable hecho sucesorio, cuantos se consideran capacitados para ganar la carrera de La Moncloa van poniéndose nerviosos. Realizan continuos movimientos destinados a mejorar posiciones en la línea de salida: se reparten codazos, se tiran zancadillas... Formalmente todos pretenden que el asunto no va con ellos, pero en la práctica están montando un penoso desfile de modelos que no sólo enturbia la vida interna del PP sino que, además, es una pesadez.
Entiendo que Rodrigo Rato haya decidido dejar claro desde ahora mismo que no tiene la menor intención de participar en esa pelea.
Muchos dudan de su sinceridad. Yo no. Me parece una decisión inteligente. Cuando estemos en vísperas de las elecciones del 2004, tras dos años y pico de navajeo entre los aspirantes y de enigmáticos gestos de Aznar, lo más probable es que el campo de batalla de la sucesión aparezca cubierto de cadáveres políticos. Y Rato estará intacto. Sea para marcharse tranquilamente a labrar su predio, como afirma que hará -y como seguramente planea hacer-, sea para aceptar in extremis el encargo de convertirse en el jefe, por exclusión de todos los demás.
Por el momento sólo una cosa está clara: que Aznar la ha hecho buena.
Javier Ortiz. El Mundo (7 de marzo de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de marzo de 2011.
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Escrito por: .2011/03/06 14:10:37.188000 GMT+1