Mi tía Eduvigis me manda un mensaje al móvil que dice: «¿Todo bien? ¿Sobrevives a los catarros? Cuídate. ¡Y no a la guerra!».
De mi tía Eduvigis pueden decirse muchas cosas -si lo sabré yo-, pero no que sea una persona extremadamente politizada. Con todo lo que mi tía Eduvigis ignora no ya sobre la realidad política y económica internacional, sino incluso sobre la española, se podría escribir una enciclopedia en 700 tomos. Mi tía Eduvigis sólo se entera de los acontecimientos cuando ya constituyen un clamor estruendoso.
Créanme: si mi tía Eduvigis se ha animado a terminar su mensaje familiar con ese rotundo «¡Y no a la guerra!», es porque le parece un gesto de obligado cumplimiento. Lo ha escrito con el mismo espíritu con el que me pone «¡Un tirón de orejas, viejo!» el día de mi onomástica, o cuando me castiga con el consabido «¡Feliz Navidad!» al filo de todos los cambios de año.
Es abrumador el consenso que se ha formado en España en contra de la nueva guerra del Golfo. Para estas alturas, lo del personal de la farándula y los platós es ya casi historia: ¡si hasta hay modelos de haute couture que salen a lucir su palmito por las pasarelas exhibiendo pegatas pacifistas!
«Nosotros también estamos en contra de la guerra», musitan los aznaristas, quejosos. Pero no convencen más que a sus incondicionales, que tampoco son tantos. La coartada es demasiado tosca: estarán todo lo que quieran contra las guerras, en general, pero van a meternos de hoz y coz en esta guerra, en particular.
¿Cómo explicar esta súbita reacción de la inmensa mayoría en contra de los designios del Gobierno de Aznar? «Ningún río se hiela a seis metros de profundidad en una sola noche», dice un viejo proverbio chino. Cierto, pero el hielo sólo se vuelve visible tras la última noche.
Estamos ante un largo runrún, ante una insatisfacción que ha ido creciendo y avanzando por vías subterráneas durante mucho tiempo. Es más que probable que bastantes sectores de la población ni siquiera hayan sido plenamente conscientes del cambio que iba experimentando su estado de ánimo. Pero ha cambiado. El desastre del Prestige -tanta torpeza, tanta desidia, tanta chulería juntas- ayudó a que ese descontento fuera tomando cuerpo. El evidente disparate de una guerra injustificable -o sólo justificable desde el más impúdico afán de rapiña- ha hecho el resto.
A menudo, en estos tiempos de ahora -como en tantos otros de antes-, miramos la realidad y sólo vemos calma chicha, apatía, conformismo. El Nunca pasa nada del bueno de Bardem.
Pero siempre pasa algo. Aunque no se manifieste.
Vemos la superficie tranquila y se nos olvida que el subsuelo está que arde. Pero, de tanto en tanto, se abre una grieta en la tierra fría y se asoma lo que oculta.
Nota.- Algunos lectores con conocimientos en la materia me han reprochado un par de cuestiones de ortografía: que escriba Sadam¸ en lugar de Saddam, e Irak, en lugar de Iraq. Son asuntos de diferente orden, pero de significado parejo. La ortografía Saddam es más fiel al nombre árabe, que -por lo que me cuentan- alarga la pronunciación de la "d" (o casi la duplica, con pausa en medio). Iraq, por su parte, es la grafía tradicional que el castellano utilizaba para referirse a ese país hasta que empezó a imponerse la angloamericana, con k.
Si tuviera alguna posibilidad de éxito, trataría de conseguir que nuestros medios de comunicación se ajustaran a las grafías más adecuadas y menos serviles. Pero mi influencia -en el caso de que tenga alguna- no da para tanto. Y, como tampoco es cosa de adoptar unas normas pro domo mea y otras para cuando me toca escribir en El Mundo u otros medios de amplia difusión, me atengo a lo que es costumbre en ellos, aunque me disguste.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (10 de febrero de 2003) y El Mundo (11 de febrero de 2003), salvo la nota, la cual sólo aparecía en el Diario. Subido a "Desde Jamaica" el 24 de febrero de 2017.
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