Tal es la vida, tal el fin. El empeño de González en no abandonar el Gobierno si no es «con la cabeza bien alta» no le valdrá de nada. No escapará a la condena. El juicio de la Historia, en su caso, es a fecha fija.
Se esfuerza por establecer las condiciones de un mutis honorable, pero su verdadero problema no es ése. La cuestión no es cómo dejar ahora el escenario, sino cómo borrar lo sucedido, cara al público o entre bastidores, durante los trece años de representación. Y eso no está a su alcance. No es posible reformar el pasado.
Puede tratar de ocultarlo, por supuesto. Es lo que ha venido haciendo constantemente. Pero la desfiguración del pasado requiere de los recursos del Poder. Entre el enfurecido González que truena «¡Todo es un puro montaje!» y el patético y derrotado Andreotti que se escuda en idéntica coartada ante el Tribunal que lo juzga, hay tan sólo una diferencia: que el primero conserva los resortes del mando y el segundo ya no los tiene. Está inerme ante la verdad.
Es muy cierto que la Historia la escriben los vencedores a su modo y manera, y que ellos deciden de qué se habla y de qué no, y ellos determinan qué se dice. Pero sólo mientras siguen siendo vencedores. Cuando les llega la derrota -así sea en una batalla posterior y ante otras tropas-, se ven privados de ese privilegio. Y entonces puede asomar a la luz la parte de verdad que ocultaron.
Teniendo bajo férreo control todos los medios de comunicación del Estado y estando en posición de condicionar a la mayoría de los medios privados, disfrutando del prestigio añadido que el Poder da a quienes lo ocupan y protegido por su bien nutrida cohorte -que si es nutrida es porque él la nutre-, González ha podido disimular su verdadero rostro, apareciendo ante muchos -incluido él mismo, tal vez- como un gran prócer que, si algo malo hizo, sólo pudo ser porque se vio obligado. En el punto y hora en que caiga del pedestal y se despeje la nube en la que le tienen envuelto sus interesados inciensiarios -algún día será-, aflorará su auténtica biografía.
Él lo teme. Por eso trata de retrasar el trance.
Alimento una esperanza. Cuando todo el mundo compruebe que este hombre no es sino un ambicioso sin principios, capaz de cualquier vileza -sin descartar ninguna- por mantenerse en el Poder, cabe que muchos que lo han defendido de buena fe aprendan de su triste experiencia. Con lo cual, así que se tropiecen con otro mandamás charlatán con ínfulas, no se fiarán ni de su verborrea ni de sus ínfulas. Y harán con él lo que otros hemos hecho con éste: desconfiar.
Habrán comprendido que, a fin de cuentas, la democracia, la de verdad, no es sino un sistema para organizar la desconfianza que el pueblo debe sentir -siempre, por principio, necesariamente- hacia cuantos ejercen el Poder.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de septiembre de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de octubre de 2011.
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