Las desigualdades Norte/Sur no afectan sólo a los países del Tercer Mundo. A nuestro modo y a nuestra escala, a los ciudadanos de la Unión Europea también nos toca padecer las consecuencias de las distintas varas de medir que se han ido creando en función de los intereses de quienes más tienen y pueden.
Ahí está el caso bien actual de las eléctricas. La UE protege los planes expansionistas de multinacionales como E.ON y pone el grito en el cielo si atisba la posibilidad de que algún Estado, como el español, trata de interferir en esos planes con el ánimo nada neoliberal de preservar sus intereses en un sector que es obviamente estratégico. Pero Bruselas apenas mueve un dedo para asegurar que la creciente instauración de oligopolios de oferta no lesione los intereses más elementales de los consumidores, tanto por la vía de la fijación concertada de tarifas como por la degradación de la calidad del servicio.
El pasado sábado se produjo en nuestras cercanías un incidente eléctrico que demostró los problemas que puede acarrear la aplicación general de dos dogmas complementarios de nuestro tiempo: 1º) los poderes públicos han de abstenerse de intervenir en la economía de mercado, y 2º) el capital privado debe tener plena libertad para expandirse a su guisa. Un fallo en el funcionamiento de los servicios de E.ON dejó sin suministro eléctrico durante horas a millones de empresas y de personas en Europa y en el norte de Africa. Un desastre de aquí te espero.
La UE dice que está investigando qué es lo que ocurrió. Pues qué bien. Qué tranquilizador.
El asunto no es sólo que nuestras autoridades supranacionales estén permitiendo el traslado de demasiados huevos en muy pocas cestas -algo que la sabiduría popular viene desaconsejando desde hace siglos-, sino también que hacen como si no supieran que la lógica de la maximización de los beneficios lleva a esas gigantescas empresas a no invertir en seguridad ni la mitad de lo que sería necesario. Digo seguridad en general: seguridad para que las instalaciones funcionen, para que no se produzcan altibajos en la red que fulminen cientos de aparatos, para que no generen incendios, para que los cables de alta tensión no se caigan (anteayer uno se vino abajo en un pueblo de Alicante: por fortuna no hubo víctimas), para que no se interrumpa el servicio, para que, en caso de producirse alguna avería, sea reparada con diligencia...
¿Es aconsejable poner servicios públicos de primera importancia en manos de particulares que funcionan con la lógica del beneficio privado?
La pregunta es clave, pero se ha quedado vieja. Ahora hay que formularla así: ¿no es aberrante que los estados vayan delegando y dejando en manos privadas todos los servicios públicos de los que depende la sociedad para funcionar con un mínimo de garantías?
Javier Ortiz. El Mundo (9 de noviembre de 2006).
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