-Parece que Barcelona está llena de semáforos con los colores de la bandera republicana -me dijeron el sábado.
Ya he contado que estuve por allí el pasado fin de semana.
-¿Sí? -respondí, incrédulo.
Estaba con un grupo procedente de Madrid. Gente relacionada con el mundo de la Enseñanza. Personas abiertas, librepensadoras. No comentaban lo de los semáforos en mal plan. Sólo como curiosidad.
-¡Caramba con Esquerra Republicana de Catalunya! ¡Qué rápido hace notar su avance!
Horas después se lo comenté a un amigo que es catedrático de la Universidad de Barcelona. Le entró la risa.
Los semáforos republicanos de los que mis compañeros de expedición habían visto «llena» Barcelona -me explicó- son tres, en total. Mis amigos habían acudido a un Congreso cuya sede se encontraba precisamente en el lugar donde están los tres semáforos en cuestión. Que no tienen nada que ver ni con ERC ni con las recientes elecciones, por lo demás. Fueron puestos allí hace más de una década por el Ayuntamiento de Barcelona para acompañar la inauguración del vecino Pabellón de la República, edificio universitario que es copia del que la República Española exhibió en la Exposición Universal de París de 1937.
La anécdota me dejó pensativo. Sin ninguna mala voluntad, gente bienintencionada -doy fe de su ausencia de malicia- había tomado un dato real, del que sólo conocía la apariencia, como exponente de un fenómeno general tan insólito... como inexistente.
¡Qué cuidado hay que poner a la hora de elevar lo particular a la categoría de general! Es tan fácil patinar.
Hablé luego con otros que conocían la historia de los semáforos. Me dijeron que su existencia es un ejemplo de normalidad democrática y de respeto al pasado.
Una explicación bonita. Pero falsa.
Por estos pagos la normalidad rara vez es normal. La réplica barcelonesa del Pabellón de la República fue inaugurada por los Reyes. Para no molestarles, la placa que conmemora el hecho lo describe como «Pabellón del Gobierno de España», eludiendo la referencia a la República y pasando por alto el hecho de que el edificio no representó al Gobierno de España, sino al Estado español. Al de 1937. Es decir, a la República.
Al Ayuntamiento de Maragall el recuerdo histórico se le quedó entre Pinto y Valdemoro.
Es como el homenaje del lunes en Madrid a las víctimas del franquismo.
Me produjo la misma desazón moral e intelectual. Si quienes combatimos el franquismo tuvimos razón, ¿para cuándo los ajustes de todo tipo que corresponden, incluyendo los que afectan a la enseñanza de Historia que reciben los escolares? ¿Para cuándo la prohibición expresa de homenajear a quienes fueron nuestros verdugos? ¿Para cuándo la expulsión de la vida pública de aquellos que participaron personalmente en nuestra represión y siguen en cargos oficiales excelentemente remunerados con nuestros impuestos?
Estoy de acuerdo: ellos no huelen a naftalina. ¿Quieren que les diga a qué huelen?
P.S.-Sigo agradeciendo las muestras de simpatía, realmente abrumadoras, recibidas tras mi accidente. Aviso que el retraso de hoy en este apunte no se ha debido a ningún contratiempo en mi salud, sino a que me han llamado inopinadamente de la radio y he estado ocupado en otras cosas. (Por cierto: ¡qué complicado es ponerse los cascos de auriculares con una sola mano!)
Javier Ortiz. Apuntes del natural (2 de diciembre de 2003) y El Mundo (3 de diciembre de 2003), salvo la nota Post Scriptum, publicada únicamente como Apunte. Hay algunos cambios, pero no son relevantes y hemos publicado aquí la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 2 de noviembre de 2017.
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