Es desde hace días el runrún predilecto de los mentideros políticos de la Villa y Corte: se cuenta que Felipe González quiere renunciar a su acta de diputado y distanciarse totalmente de la política activa.
Dicho lo cual, todo el mundo se lanza a especular sobre el significado y las consecuencias de esa decisión. Hay dos escuelas interpretativas al respecto. Unos dicen que lo que González pretende es reforzar la posición de Rodríguez Zapatero, dejando claro que lo cree capacitado para volar en solitario, sin su tutela. Otros consideran que, por el contrario, lo que quiere es desentenderse del camino elegido por la nueva dirección del PSOE y retirarse a su Colombey-les-deux-Églises particular, dispuesto a regresar triunfalmente dentro de unos años, cuando los socialistas no tengan más remedio que reclamar su liderazgo insustituible.
Por mi parte, no interpretaré de ningún modo su abandono de la política activa hasta que lo vea.
No me refiero a la cosa de ser o no ser diputado. Sobre eso sí lo creo capaz de tomar una decisión tajante. Actualmente, la única ventaja de peso que el escaño le proporciona, fuera del sueldo, es la inmunidad. Pero no parece que corra peligro de ser acusado de nada nuevo ante los tribunales de Justicia. A cambio, le expone a una crítica constante: es parlamentario, pero no ejerce de tal. Su sistemático absentismo supone un peso muerto para su grupo parlamentario y una estafa para los contribuyentes.
Lo que me resulta mucho menos creíble es que renuncie a mover los hilos de su partido desde la sombra. En primer lugar, porque hay un par de cuestiones que le interesan sobremanera y que la actual dirección del PSOE está gestionando de un modo que no le gusta nada de nada: la papeleta judicial de sus viejos compañeros de armas, con Barrionuevo y Vera en el papel estelar, y el conflicto vasco. Desaprueba lo que Rodríguez Zapatero está haciendo en ambos terrenos.
Pero hay otra razón más poderosa que vuelve improbable, si es que no imposible, el pase real de González a la reserva política: su carácter.
González lleva el cesarismo en la sangre. No se piensa: se siente imprescindible. Cada vez que vea un asunto realmente importante en el escenario de la vida política, experimentará el impulso irresistible de marcar a los suyos el rumbo. Aunque sea mediante intermediarios.
No me creo que González se vaya de la política activa. Le ocurre como a la víbora de la fábula: no puede parar de morder, aunque perjudique con ello sus propios intereses. Está en su naturaleza.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (30 de enero de 2001) y El Mundo (31 de enero de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 8 de febrero de 2013.
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