Lo que cuenta el ex secretario del Tesoro de los EUA, Paul O'Neill, en su recién aparecido libro de confesiones, El precio de la lealtad, podrá no ser demasiado sorprendente, pero no por ello resulta menos anonadante. Quien durante dos años fuera uno de los más cercanos colaboradores de George W. Bush, en tanto que ministro de Economía -no otra cosa significa allí ser secretario del Tesoro-, nos ofrece el retrato de un presidente garrulo, sin apenas conocimientos sobre la realidad internacional («Sólo conoce un país extranjero, y eso gracias a que tiene frontera con Texas»), carente por completo de escrúpulos y sin otra preocupación que la de ganar como sea todas las elecciones que se le ponen por delante.
No es más halagüeña la pintura que hace de su equipo de colaboradores, a los que divide en dos grupos: los que animan al presidente a encastillarse en sus prejuicios y a ir todavía más lejos en la materialización de sus obsesiones, y los que no pintan un pijo, porque nadie los escucha cuando hablan.
Todo el mundo da por hecho que O'Neill no se ha inventado nada. De hecho, no es muy diferente lo que se trasluce de las propias manifestaciones públicas del propio Bush, que no permiten albergar demasiadas dudas sobre la tosquedad y el simplismo de su pensamiento.
Lo lógico -según los principios de la lógica formal, quiero decir- sería que en este momento todo el mundo, incluyendo la totalidad de los gobiernos, estuvieran manifestando su honda preocupación por el hecho de que un personaje como ése -un grupo de personas como ésas- tenga en sus manos el presente y el futuro del planeta. Pero nadie dice nada. Los medios de comunicación le dedican unos cuantos comentarios ocasionales, los humoristas se inventan unos cuantos chistes al respecto... y a otra cosa. Todo sigue como ayer.
Es patética la capacidad que tienen nuestras actuales sociedades para no extraer conclusiones de los datos que están a su vista. O para extraerlas sólo durante unas horas y olvidarlas a continuación.
Aunque quizá sea una reacción que enlace con una conclusión a la que Marx llegó dos siglos más atrás del nuestro: «La Humanidad no se plantea más problemas que los que puede resolver». Puesto que nadie está en condiciones de quitar a Bush, ¿para qué van a perder el tiempo hablando de la conveniencia de quitarlo?
Javier Ortiz. Apuntes del natural (15 de enero de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de mayo de 2017.
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