Habíamos quedado ayer a comer con unos amigos en una terraza de la zona de Les Rotes, entre Dènia y Xàbia.
Es una costa bella y rocosa. Para introducirse en el mar por allí hay que andar con zapatillas... y con mucho cuidado.
En contra de lo que pueda parecer, esa circunstancia convierte el paraje en muy atractivo: las familias con niños pequeños lo huyen, por temor a que los críos se accidenten.
Pensamos que podía ser buena idea ir pronto, llegar con tiempo y darnos un buen remojón antes de atacar el arroz de rigor.
Salimos de Aigües poco después de mediodía. Cogimos un atajo que conduce rápidamente a La Vila Joiosa, enlazamos con la autopista y, aunque había bastante circulación, no tardamos en llegar a la salida de Dènia.
Ahí empezó el viacrucis. Es decir, la caravana. Dos metros, parar; un metro, parar; otros dos metros, parar... Desde la autopista a Dènia, un siglo. Atravesar Dènia para coger la carreterita de la costa, otro. Cuando llegamos, nuestros amigos ya estaban sentados en el restaurante.
El regreso fue todavía peor. Para no atravesar de nuevo Dènia, optamos por tomar la carretera de la costa: larga, cargada de curvas y frecuentada por una buena cantidad de conductores borrachos.
¿Diagnóstico? Muy sencillo: toda esa zona hace tiempo que ha rebasado su nivel de saturación. Hay demasiados coches. Demasiada gente.
No existen –no podrían existir– infraestructuras capaces de soportar esa riada humana. Ni en Dènia ni en toda la Costa Blanca.
Falla todo. No hay sitio para aparcar tanto coche –casi tres cuartos de hora tardé en librarme el otro día del mío en El Campello, cuando lo único que quería era comprar un par de cosas en la ferretería–, no hay agua para calmar tanta sed, abastecer tanta ducha y tanta pìscina y regar tantos campos de golf, no hay medios sanitarios para atender a tal cantidad de población flotante, no hay servicios de limpieza para recoger y reciclar tan increíble volumen de basura, no hay red eléctrica que soporte tantos aparatos de aire acondicionado...
En Aigües funciono con una conexión a internet por vía de telefonía convencional. La red local es bastante precaria y no permite instalar artilugios de alta velocidad. Durante la mayor parte del año eso no es demasiado problema, pero ahora mismo el servicio está tan sobrecargado que la mitad de las veces no logro establecer conexión y, cuando lo consigo, el contacto es lento e inestable. Tarda mucho en reaccionar y se corta cada dos por tres. Hoy, para obtener de la prensa del día la información que me hubiera hecho falta para escribir la columna de El Mundo en la que estaba pensando, me he pasado más de una hora. Casi renuncio.
Los problemas están claros. Las soluciones, en absoluto.
Se ha desarrollado un modelo de expansión turística que se basa en la cantidad: más, más y más turistas. La ventaja es obvia: se han democratizado las vacaciones. La prueba más completa –y más chirriante– la tenemos en Benidorm, con sus rascacielos espantosos y sus playas atestadas que huelen a protector solar a tres kilómetros de distancia.
La patronal de la Costa Azul se burla del modelo del Mediterráneo español: «Con una afluencia de turistas cien veces menor, nosotros logramos ingresos superiores», dicen. Y es muy posible que sea cierto. Pero –dejando a un lado que ya no quepa convertir Sant Joan en Antibes–, está por ver que la Costa Azul sea un modelo válido. Todo está cuidadísimo, pero carísimo. Lo disfrutan cuatro.
¿Tratar de rectificar la querencia? ¿Poner trabas a los operadores turísticos que mueven muchísimo dinero, pero que se llevan mucho más que el que dejan? ¿Intentar la diversificación del modelo? ¿Convencer a una parte de la población de que la montaña está muy bien y es muy sana?
No sé cuál es la solución. Ni siquiera sé si hay solución, llegados a este punto.
Tal vez no. Es una manía muy humana, tan enternecedora como absurda, ésa de creer que todos los males tienen remedio.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (12 de agosto de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 24 de diciembre de 2017.
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