Recuerdo el antiguo coso de San Sebastián, el viejo Chofre, construido sobre el punto más alto de mi barrio: un montículo de arena, poco más que una duna. Un buen día tomé las de Villadiego -bueno, algo más arriba: las de Burdeos- y, cuando regresé, apenas seis años después, había desaparecido. No sólo la plaza de toros: también el montículo de arena. En su lugar habían hecho un barrio horrible, de edificios supuestamente bien. Me enfadé: en cuanto te descuidas, te roban los recuerdos. Te escamotean la infancia.
También habían derruido el Gran Kursaal, al borde del mar.
Mi barrio ya no era mi barrio.
Lo que no eché de menos para nada fueron los festejos taurinos.
Pregunté a mis convecinos de siempre. Es probable que escogiera mal la muestra, pero el caso es que no hallé ni uno solo que añorara las castizas lidias de antaño. A lo que me alcanza el recuerdo, eran frecuentadas casi exclusivamente por veraneantes. Toda la tradición torera de mi viejo barrio residía en un matador del que alguna vez oí hablar -José María Recondo, de la familia de los Chopera- y el hermano de un amigo, que escapó a Andalucía para hacer de maletilla. Su padre marchó en su búsqueda y, cuidado que Andalucía es grande, pero el caso es que lo encontró.
Y nada más.
Estoy lejos de pretender que la tauromaquia y la vasquidad estén reñidas. Tengo entendido que Jon Idigoras sostiene la tesis opuesta: que la lidia de toros -sólo que sin estoquearlos- es vasquísima. Conozco abertzales a los que les encanta también el espectáculo en el que los matan.
Dejo tan sólo constancia de que esa fiesta ritual nunca tuvo mucho arraigo en mi ciudad natal. Lo cual, a decir verdad, me alegraba.
No soy del género de los que aborrecen la tauromaquia por amor a los toros de lidia. Si no hubiera lidia, para rato habría toros bravos, con lo carísimo que sale cuidarlos. Tampoco creo que los aficionados sean sádicos: no disfrutan con la sangre y el sufrimiento, sino con la pericia de los toreros y la estética de los lances. Pero justamente eso es lo que me inquieta: que sean capaces de pasar por alto que en el ruedo se lancea, se hiere y se mata. Tampoco los aficionados al boxeo se regocijan con el dolor de los golpes. Pero hay golpes. Y dañan. De modo irreparable.
En el caso de la tauromaquia la cosa viene de antiguo, pero el mal en el que se basa -la capacidad humana para hacer abstracción del sufrimiento de terceros- está lejos de ser un atavismo.
Al contrario. Antes se criticaba al corazón que no siente cuando los ojos no ven; ahora, cada vez más, se agiganta nuestra capacidad para no sentir nada incluso cuando nuestos ojos ven. Para ver y no ver. Se nos está acorazando el alma.
Me pregunto si los donostiarras no teníamos ya una dosis suficiente de indiferencia ante el dolor ajeno.
Javier Ortiz. El Mundo (12 de agosto de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de agosto de 2010.
Comentarios
Leyendo este artículo me doy cuenta porque le amaba tanto. Parafraseando a Julio Cortázar: Queríamos tánto a Glenda. Queríamos y queremos tanto a Javier.
Escrito por: leo.2010/08/20 14:37:46.027000 GMT+2
Escrito por: .2010/08/20 15:57:35.630000 GMT+2