Cuando yo era crío, los curas de mi cole solían decirnos con aire apocalíptico: «El fin del mundo llegará cuando Rusia se convierta».
Pretendían que lo sabían porque estaban al tanto de una revelación que había hecho la Virgen. No sé dónde: en Fátima, o algo así.
La frase era tan solemne que jamás me atreví a plantear a los curas la duda que me asaltaba cada vez que decían eso: «Sí, vale: cuando Rusia se convierta. Pero cuando se convierta, ¿en qué?».
Estaba lejos de sospechar, pobre crío, que justamente ahí estaba el meollo de la cosa.
Rusia se ha convertido, pero no al catolicismo, desde luego. La Iglesia que allí manda en materia de fe es la ortodoxa, que ni siquiera se lleva muy bien con el Vaticano. El otro día oí en Radio Nacional que el Concilio Arzobispal de la Iglesia Rusa ha anunciado que el Papa no será bien recibido en aquel país «mientras Roma no renuncie a seguir practicando el proxenetismo en Ucrania».
Deduje por el contexto que el locutor debería haber dicho más bien «proselitismo». Pero, con todo y con eso, la declaración resultaba notoriamente hostil.
Rusia se ha convertido, sí, pero en lo que Rusia se ha convertido es en un desastre en el que las más diversas mafias se hacen de oro a costa de la creciente miseria de la mayoría.
Probablemente eso no sea el fin del mundo pero, para el común de los rusos, se le parece bastante.
La Iglesia rusa también está hecha unos zorros. La resolución que ha tomado de canonizar a Nicolás II, a la zarina y, ya metida en gastos, a todos sus hijos, es de las más peregrinas que se le pueda ocurrir a nadie.
Nicolás II fue un bobalicón caprichoso que sentía un profundo desprecio por su propio pueblo, al que maltrató hasta lo indecible. Nada más que la orden de disparar contra la multitud inerme de San Petersburgo (el célebre Domingo Sangriento) sería motivo bastante, no ya para negarle la santidad, sino para arrojarlo al fuego eterno. La zarina Alejandra era aún más perversa y siniestra que él. Su hijo y sus hijas no fueron gran cosa, más que nada porque no les dio tiempo, pero apuntaban maneras.
Afirman los popes rusos que lo que premian es «la paciencia y la resignación con que sobrellevaron sus sufrimientos». Qué absurdo. Si a uno lo detienen por la fuerza y lo matan, puede merecer lástima, pero no admiración. Por otro lado, la aristocracia estaba adiestrada para encarar esos trances con gran dignidad. No por fe cristiana, sino por desprecio al populacho.
Putin va a asistir a los fastos de la canonización. Allí estarán, pues, el sable y el isopo, mano a mano. Como en los viejos tiempos.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de agosto de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de agosto de 2012.
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