Recuerdo con particular desagrado una noche maldita, hace algo así como ocho o diez años. Había regresado del periódico a las tantas y me disponía a dar cuenta de alguno de los muchos productos congelados que poblaban por entonces mi frigorífico de solitario escasamente casero. De lo único que tenía ganas era de engullir cualquier cosa, arrellanarme en un sillón, poner algo de música y meditar hondamente sobre la futilidad de las cosas humanas. O sea, quedarme más o menos traspuesto.
Y en esto que suena el teléfono.
No revelaré quién llamaba. Digamos que mi amigo Gervasio Guzmán.
-Javier, tengo que pedirte un favor.
-¿?
-Mira, había quedado con tres amigos para jugar una partida de póker y resulta que ha fallado uno. Como comprenderás, tres no vamos a jugar... Hemos tratado de encontrar a algún otro de los habituales, pero nada, fracaso absoluto... ¡Anda, vente, que ya verás que es gente muy divertida y nos pasamos un buen rato!
-No jodas. Estaba a punto de irme al catre.
-Jo, venga, Javier, vente. Y te debo una.
Se lo pensó mejor.
-...Bueno, otra... Venga, no nos dejes tirados...
Me perdió mi buen corazón y la promesa de que tenían un whisky de malta extraordinario.
Era verdad.
Lo del whisky. No lo del buen rato.
Los amigos de mi amigo eran unos tahúres de mucho cuidado. No jugaban al póker al modo sencillo y vulgar que lo he jugado yo siempre -siempre que lo he jugado- sino con toda suerte de adornos, que iban cambiando sin parar y que me explicaban de modo somerísimo: justo lo necesario para que pudiera jugar, pero no lo suficiente como para que llegara a controlar el juego. Soltaba uno: «¡Venga, variante calabresa!» y antes de que yo hubiera acabado de decir: «¿Variante qué?» ya había perdido lo apostado. «¡Ahora, siciliana!», anunciaba el siguiente. Y lo mismo.
Si la entrada hubiera sido a cinco duros, aún habría podido aguantar lo suficiente como para enterarme de algo, pero aquellos mendas de aspecto oligárquico -con un whisky de malta estupendo, eso es cierto- se empeñaban en abrir cada mano a 500 pelas. ¡A 500 pelas!
Quizá no sea un gran jugador, pero tampoco me tengo por imbécil sin remisión. De modo que, cuando llevaba perdidas 15.000 pesetas -y eso que en el ínterin recuperé algo, gracias a un par de manos que se jugaron al modo tradicional porque me tocó elegir a mí-, decidí que aquello era muy, pero que muy suficiente, y que me retiraba a toda velocidad.
Protestaron, claro. Uno de los tahúres, que se había pasado todo el rato mirando el dinero con aire de aburrimiento, como si le sobrara, me afeó la fuga. Masculló con una sonrisita más falsa que un billete de 2.400 que yo era un aguafiestas, que para qué había ido y que les iba a joder la noche.
No le hice ni puñetero caso, por supuesto. Maldito el interés que tenía yo en discutir quién había jodido la noche a quién.
Recuerdo que regresé a mi casa con un rebote importante y sin parar de recordar el viejo dicho popular: «O jugamos todos o rompemos la baraja».
Me vino a la memoria ayer aquella aciaga noche según hablaba con un amigo sobre la más que preocupante situación que está provocando Aznar con su saña prohibitiva en Euskadi. Cambia las reglas sobre la marcha, distribuye las cartas como se le pone, se las arregla para que el que ha declarado proscrito no pueda ganar... y a continuación se felicita por lo bien que juega.
Valiente estupidez. Lo único que va a conseguir es que los excluidos del juego renuncien a una partida en la que jamás podrían ganar y tiren por otro lado.
«¡Éstas van a ser las primeras elecciones sin ETA!», clamó Arenas en Vitoria el pasado jueves.
Falso. Él no sabe si las elecciones van a ser con o sin ETA. Eso depende sólo de ETA. ¿Lo que quería decir es que éstas van a ser las primeras elecciones sin la izquierda abertzale (o, para ser más preciso: sin los sectores sociales que venían votando a la parte de la izquierda abertzale más próxima a ETA)? Pues tampoco acierta: que no les hayan dejado concurrir a las urnas no quiere decir que hayan desaparecido del mapa. Ni mucho menos.
Recuerdo que en tiempos todo el rollo oficial se centraba en la necesidad de incitar al movimiento radical a participar en el llamado «juego democrático». Ahora Aznar -y Rodríguez Zapatero, (a) el chico del Muro- han descubierto que, cuando una parte de la realidad no encaja en el esquema previsto, lo mejor es prohibirla. ¿Que eso significa dejar fuera de juego al 15 por ciento de la población? Pues tanto da: sus y a ellos.
Les están empujando a decir: «¿Con que no jugamos todos? Pues rompemos la baraja».
Como si no hubiera entre ellos verdaderos especialistas en romper de todo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (10 de mayo de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 28 de mayo de 2017.
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