Existen en el mundo muchas tradiciones culturales que resultan chocantes, e incluso desagradables, para quienes no han convivido con ellas desde la niñez y no las tienen integradas en su propia normalidad cotidiana.
Las hay de todo tipo. Las gastronómicas, por ejemplo. Un hombre de leyes ya fallecido me contó hace años la triste experiencia que supuso para él presentarse en una fiesta en Alemania con varios kilos de excelentes percebes de Cedeira. El aspecto de los bichos provocó un rechazo generalizado entre los asistentes, que no quisieron ni probarlos. A mí no me habría sucedido nada parecido con los percebes gallegos, pero me ha ocurrido con muchísimos otros supuestos manjares. Todavía recuerdo el día en el que unos amigos mexicanos quisieron que probara una ración de saltamontes. La explicación de que se trata de bichos semejantes a las gambas me pareció interesante en el plano científico, pero no cambió en nada mi firme determinación de no comerlos.
Con los ritos religiosos ocurre lo mismo, e incluso más. Vemos cómo visten y cómo se comportan durante sus ceremonias los adeptos a creencias que nos son extrañas y nos cuesta admitir que estén en sus cabales y puedan hacer y decir en serio todo eso. No nos damos cuenta de que lo mismo sentirán las personas procedentes de otras culturas que vean los actos religiosos que se celebran por aquí. Dicho sea con todos los respetos, los atuendos que lucen los protagonistas de los ritos católicos... en fin, digamos que tienen lo suyo. Tampoco creo que dejara indiferente a un alienígena sensato la contemplación de una procesión española de Semana Santa, en particular si conllevara la participación de disciplinantes.
Yo no soy alienígena (¿o sí?), pero a lo largo de los años me he ido distanciando tanto de la Iglesia católica y de sus ritos que ahora, cuando me los topo -cosa que sucede en muy escasas ocasiones-, me invade un sentimiento de profunda extrañeza, cuando no de total perplejidad. La última vez que acudí a una ceremonia católica fue con ocasión del funeral de mi madre. Allí ese sentimiento fue de neta indignación, al ver hasta qué punto los oficiantes eclesiásticos podían burocratizar el dolor ajeno. Sólo les faltó sustituir el hisopo por un cajero automático.
Ayer domingo, a primera hora de la mañana, encendí la radio para oír las noticias y me encontré con la retransmisión de una misa. Me pilló la cosa en el momento en el que el sacerdote decía: «El que come mi carne y bebe mi sangre...».
¡«El que come mi carne y bebe mi sangre»! ¡Qué idea más terrible! Se me revolvieron las tripas.
Estaría bien que la gente de cultura católica se acordara de esa atávica fórmula teofágica cada vez que le entre ganas de ridiculizar un rito religioso ajeno.
¿Primitivos los islamistas? ¿Modernos los nuestros?
Javier Ortiz. El Mundo (28 de agosto de 2006).
Comentar