Escucho en una radio a dos festivos presentadores de noticias que se ríen de alguien (no me entero de quién) por una frase que ha dicho (tampoco sé a propósito de qué, ustedes disimulen).
Se ve que el hombre ha soltado: «Es un retroceso, pero a peor».
Se ríen: «Hombre, si es un retroceso, ¡no va a ser a mejor!».
Mi primera objeción es meramente puntillosa. Fuera quien fuera el autor de la sentencia, se equivocaba: el tiempo no admite retrocesos. Siempre cabe que surjan situaciones similares a otras pasadas, pero inevitablemente serán nuevas. Las circunstancias históricas tienden a parecerse, a veces con aburrida tenacidad, pero no son clonables.
Dicho lo cual, también los comentaristas erraban: de ser factibles, muchos retrocesos podrían ser a mejor, vaya que sí. Sólo una concepción ingenuamente progresista de la Historia puede mover a pensar que el paso del tiempo nos conduce inevitablemente hacia situaciones más positivas. Estoy lejos de sostener que cualquier tiempo pasado fue mejor, como el autor de las célebres coplas, pero me siento por lo menos tan distante de esa pretensión como de la contraria.
Lo que con demasiada alegría suele denominarse progreso constituye una amalgama de fenómenos positivos y negativos. Algunos incluso presentan ambas potencialidades a un tiempo. Ocurre que casi siempre se materializan más claramente por su lado negativo.
Tomemos el ejemplo de las armas. No está excluido, ni mucho menos, que un arma pueda ser utilizada con fines socialmente benéficos. Y, cuando tal es el caso, qué duda cabe que cuanto más perfecta sea, mejor. Pero el examen del empleo de las armas a lo largo y lo ancho del mundo a lo largo de las últimas décadas obliga a concluir que su continuo mejoramiento técnico ha hecho mucho más daño que bien. Ayer escuché que la aviación norteamericana ha utilizado durante los últimos días en Afganistán unas potentísimas bombas cuya particularidad principal es que destruyen toda forma de vida en 500 metros a la redonda. Ya ven ustedes: tanta evolución tecnológica para acabar disparando a ojo. Pues vaya un progreso.
De todos modos, admito que hay países -Afganistán es uno en los que el progresismo ingenuo está relativamente justificado-. O resulta, al menos, comprensible. Se trata de sociedades a las que, visto cómo les ido en el pasado, sólo les queda confiar en el futuro. A las que se les puede perdonar que no se queden demasiado con la sentencia de Antonio Machado: «No hay nada que sea absolutamente inimpeorable».
Javier Ortiz. Diario de un resentido social y El Mundo (12 de diciembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de diciembre de 2011.
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