La experiencia me ha llevado a la conclusión de que el número real de despistados que puebla nuestro mundanal entorno es muy inferior al aparente.
Muchos que afectan un aire de despistados no son en realidad sino caraduras camuflados: se despistan siempre a costa de los demás. Su despiste les conduce a olvidarse de devolver lo que se les presta, o a dejar plantada a la gente en las citas, o a no acordarse de que hay que pagar el aperitivo tomado en común. Eventualmente adornan su afectación poniéndose calcetines de diferentes colores u olvidando las llaves del coche en la barra de la cafetería. Pero jamás se despistan en algo que les haga verdadero daño. Conozco a uno que se dejó a su bebé en el carrito del híper y no se dio cuenta hasta varias horas más tarde, y a otro que se le pasó acudir a su propia boda, y hasta a uno que se fue absorto del tanatorio sin reparar en que no era buena idea dejar el cadáver de su madre sin entierro, o sea, de cuerpo ausente. Pero, a cambio, no sé de ningún presunto despistado que se olvide de cobrar su sueldo. Y estoy seguro de que a ninguno de ellos se le iría tampoco el santo al cielo si Ariadna Gil o Silke le citaran para una cena íntima.
Lo mismo que con los supuestos despistados ocurre con la mayoría de quienes se revisten de un halo iconoclasta y bohemio. Es cosa frecuente entre los intelectuales, escribidores y artistas de este país. El uno será capaz de organizar un escándalo de aquí te espero pronunciando una conferencia en pelota picada, el otro podrá montar el pollo del siglo llamando a voces cretino al ministro sentado a su lado y el de más allá no dudará en declararse harto del mundo y presto a abandonarlo de un momento a otro descerrajándose un tiro en la sien. Pero pueden dar ustedes por seguro que, a la hora de cobrar, todos ellos actúan de modo pasmosamente convencional. ¿No han reparado en que ninguno de estos sedicentes iconoclastas indomables dirige nunca sus muy acerados dardos contra quien tiene la sagrada misión de añadir ceros a su cuenta corriente?
La mayoría de los que van de rebeldes e iconoclastas en nuestra actual vida pública son de opereta. Los unos se ganan la vida dando a los saraos de derecha un toque de izquierda, para que no les falte de nada, y los otros -¿o son los mismos?- dan fe pública de lo radicales que son mofándose de los vestidos de Loyola de Palacio y de la excrecencia capilar de Aznar.
Pero no nos escandalicemos. O, por lo menos, no particularmente. Corren tiempos blandengues, en todo y para todo. En un país en el que los líderes sindicales son abanderados de Maastricht, ¿por qué los intelectuales y artistas iban a combatir la Ley de Extranjería, el encubrimiento de los GAL o la uniformización informativa? Con colocarse de vez en cuando algún lacito en la solapa van que chutan.
Hubo un tiempo en el que se hablaba por aquí de las «fuerzas de la cultura». Ahora sólo cabe hacer recuento de sus debilidades.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de junio de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de febrero de 2013.
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