La experiencia enseña que, con el paso del tiempo, la función acaba moldeando a quien se encarga de ejecutarla.
Lo comprobé de joven, residente en Francia, cuando un caballero muy fino y muy culto, llamado Michel Poniatovski, accedió al puesto de ministro del Interior. Al principio era una gloria verlo: qué delicadeza; nada que ver con las maneras rudas de sus antecesores. ¡Al fin la Policía francesa iba a estar controlada por un demócrata de verdad, amante de las libertades! Pues bien: sólo unos pocos meses después, ya no había modo humano de distinguir al finísimo Poniatovski de cualquiera de sus antecesores, por muy burreras que hubieran demostrado ser. Los estudiantes le pusieron un mote definitivo: «Ponia el de la porra».
Desde aquella experiencia inicial, altamente clarificadora, me ha sido dado comprobar una y otra vez, hasta la saciedad, cuán aplicable es a la política el axioma formulado por los biólogos: la función crea el órgano. Dime de qué te ocupas y te diré quién eres. O quién serás en cuanto te adaptes al cargo.
Quiero decir con esto que daba por sentado que José María Aznar iba a salirnos rana. No digo ya como rector de los arcanos de la economía y protector de la cosa social -que también-, sino como mero cumplidor de sus promesas de normalización política y respeto de la Ley. Tan sólo me cabía una duda: si tardaría más o menos en enseñar la oreja.
Debo reconocer que su celeridad en asumir el lado repugnante de su cargo me ha sorprendido. No imaginaba que lo fuera a hacer tan rápidamente. ¡Ni siquiera se ha dado a sí mismo el plazo de cortesía de cien días!
La decisión adoptada ayer por el Consejo de Ministros en relación a los papeles del CESID revela que José María Aznar y su equipo de choque -Álvarez Cascos, Rato y este Serra de ahora- no van a dejarse amilanar por un quítame allá esos escrúpulos éticos.
Bueno, pues es la guerra. Adiós a las críticas versallescas. A partir de ahora, empiezan las hostilidades. Qué le vamos a hacer.
Y, puesto que de emprenderla a pepinazos se trata, me apresuro a lanzar el primero. Lo extraigo del capítulo III del vigente Código Penal. Reza así: «Art. 451. «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años el que, con conocimiento de la comisión de un delito y sin haber intervenido en el mismo como autor o cómplice, interviniere con posterioridad (...) ayudando a los presuntos responsables (...) a eludir la investigación de la autoridad o de sus agentes (...), siempre que concurra alguna de las circunstancias siguientes: a) Que el hecho encubierto sea constitutivo de traición (...), genocidio, rebelión, terrorismo u homicidio; b) Que el favorecedor haya obrado con abuso de funciones públicas». El Código añade que en este caso, si el delito es grave, se añadirá a la pena de cárcel la de inhabilitación absoluta para empleo o cargo público.
Y todo eso por no desclasificar unos cuantos papeles.
Javier Ortiz. El Mundo (3 de agosto de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de diciembre de 2012.
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