A quienes seguimos día a día la actualidad política, los debates del estado de la Nación nos suelen servir sobre todo para constatar qué trato se conceden los partidos entre sí, porque augura las alianzas y los distanciamientos -circunstanciales o de fondo- que cabe esperar para los tiempos siguientes. Valen también de paso, claro está, para ver en qué medida los planteamientos de unos y otros sintonizan mejor o peor con ese magma que llamamos «opinión pública».
En esta ocasión, sin embargo, muchos situábamos el centro principal de interés, con diferencia, en este último aspecto. Y no por capricho.
Durante años, tanto el PP como el PSOE coincidieron en presentar como auténticos dogmas de fe -como «cuestiones de Estado»- un conjunto de planteamientos fijos en relación con la llamada «cuestión vasca» y, más en general, con la organización territorial del Estado. Supongo que no hará falta que los enuncie in extenso: el nacionalismo como aval del terrorismo, los estatutos actuales como límite máximo de las aspiraciones autonómicas, etcétera. Tanto, de manera tan machacona, tan en sintonía y con tantos recursos propagandísticos lo hicieron que una amplia mayoría de la población, fuera de Euskadi y Cataluña, asumió esos principios como si, efectivamente, fueran las mismísimas Tablas de la Ley, imposibles de discutir y hasta de matizar.
Desde su nombramiento como presidente del Gobierno, sin embargo, Rodríguez Zapatero ha ido dejando ver su disposición a introducir cambios de cierta importancia en esos enunciados políticos, primando el diálogo y la negociación y no cerrándose a un cierto replanteamiento de la actual organización territorial del Estado. Ese nuevo talante ha encolerizado al PP, que ha tratado de movilizar no sólo a su propio electorado, sino también a una parte de los seguidores del PSOE, animándolos a lanzarse a la yugular del blasfemo. Esa y no otra fue la reacción que pretendió azuzar Mariano Rajoy con su discurso apocalíptico del miércoles.
Empero, y para sorpresa de bastantes, los sondeos realizados tras el debate indican que fue Rodríguez Zapatero el que más convenció a la audiencia. Y con diferencia. Eso ha hecho las delicias de los propagandistas del Gobierno, que presentan el dato como prueba indiscutible de que la gran mayoría de la opinión pública española rechaza ya los discursos crispados y excluyentes.
Ni creo que sea así ni doy tanta importancia a esos sondeos. La proporción de quienes reconocen no haber seguido en absoluto el debate es muy alta. Otros muchos admiten que apenas le prestaron atención. No me extrañaría que bastantes otros lo hayan juzgado como quien puntúa un ejercicio de esgrima.
La gente no cambia sus filias y sus fobias de un mes para otro y en masa. Y menos cuando hay tantos que le incitan a diario a mantenerse en ellas erre que erre.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de mayo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de mayo de 2018.
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