Soy un defensor acérrimo del valor de los errores. Tengo el convencimiento de que los yerros han hecho enormes servicios a la humanidad a lo largo de la Historia.
Si no existiera el error, no existiría el conocimiento. Los aciertos pueden ser -y suelen ser, a menudo- fruto de la casualidad. Cuando algo nos sale bien, podemos atribuir nuestro éxito a unas razones, pero tal vez se debe a otras, de las que, a lo peor, ni siquiera somos conscientes. Por el contrario, si lo que pretendemos nos sale mal, ya sabemos a ciencia cierta que así no se hace, y eso nos obliga a depurar nuestros métodos, a pensar más, a seguir experimentando.
Claro que cantar las ventajas de los errores no me conduce a considerar que todos los errores son positivos, ni siquiera perdonables. Por ejemplo: el que hace algo mal porque no le da la gana de aprender a hacerlo bien no me parece que sea merecedor de mucha comprensión. Menos aún si además perjudica a otros con su error.
Clamaba anteayer Alfonso Guerra, indignado ante las críticas contra el ministro del Interior: ¿que la Policía se equivocó en Sevilla? Vale, ¿y qué? El ser humano comete errores. ¿Quién no se equivoca? El mismo argumento que ya había esgrimido el propio José Luis Corcuera días antes: «También los periódicos cometen errores y, pese a eso, sus directores no dimiten».
El viejo y sensato errare humanum est no es de aplicación en este caso. La demostrada incapacidad de José Luis Corcuera para hacer bien las cosas, incluidas las más simples -por ejemplo, callarse-, su feroz negativa a aprender y, sobre todo, su tendencia a equivocarse una y otra vez a costa de la seguridad, la salud y la libertad de terceros no cabe dejarlas a beneficio de inventario, limitándose a llamarlas «humanas». Salvo que se aclare que son tan humanas como la antropofagia, la bomba atómica o el sadismo.
Javier Ortiz. El Mundo (7 de enero de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de enero de 2013.
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