Está claro. O yo, por lo menos, no tengo la menor intención de discutirlo: el pueblo vasco arrastra una larga historia de malos tratos, el Estado español es un engendro amorfo que lleva varios siglos tratando de construir una nación a capones... Etcétera, etcétera.
Si tuviera que discutir con alguien que negara esas premisas, volvería a detallarlas hasta el infinito, deteniéndome todo lo que hiciera falta en cada punto. (Me he detenido tantas veces que, total, una más, tanto me daría).
Pero esta vez -así sea como excepción- no voy a hablar ni de la maldad intrínseca del enemigo, ni de lo mucho que nos odia a los vascos desafectos, ni de cómo a los sucesivos gobiernos de Madrid se les ve el plumero de la una, grande y libre en cuanto consiguen una mayoría parlamentaria confortable, ni de cómo los unos y los otros se han empeñado -y han logrado- sembrar por toda España la desconfianza y la antipatía hacia todas las señas de su identidad vascas que no son reductibles a los patrones del uniformismo ramplón.
No; por esta vez voy a abstenerme de insistir en todo eso y me voy a centrar en nuestro bando. En el bando en el que sitúo a un montón de buena gente que aspira sencillamente a vivir en una Euskadi en paz, sin bombas, sin imposiciones, sin torturas. En una Euskadi libre de decidir qué quiere (por mayoría, como se toman las decisiones colectivas en las sociedades civilizadas, pero sin imposiciones apabullantes para ninguna minoría). Libre para albergar consensos y disensos libres, gustos libres, sentimientos libres.
Muchos me dicen que en esa onda estamos un montón: el 60%, el 70% de la población vasca, o más. No lo sé. Puede ser.
En todo caso, no creo que eso nos dispense de la necesidad de hacer una reflexión sincera y sin concesiones ñoñas sobre nosotros mismos; sobre nuestras ventajas y sobre nuestros inconvenientes.
Estos últimos días he leído varios artículos que afrontan más o menos el problema que estoy tratando de plantear, y que cabría formular así: el fuerte antivasquismo que se percibe en capas muy mayoritarias de las sociedades que habitan del Ebro para abajo -y para la izquierda-, ese sentimiento de viva antipatía y desconfianza reconocibles que hace que sean muy pocos los que se ponen de nuestro lado cuando reivindicamos nuestros derechos nacionales o protestamos por tal o cual atropello -caso muy reciente del cierre de Euskaldunon Egunkaria-, ¿es una actitud que viene provocada exclusivamente por la burda propaganda de los partidos centralistas españoles o los vascos hemos contribuido también de algún modo a su generación y desarrollo?
¿Qué hemos hecho mal?
Hoy me limito a formular la pregunta. A poner el asunto sobre la mesa. Porque a lo mejor no hay problema y me lo he inventado yo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (3 de marzo de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de marzo de 2017.
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