La mayor parte de la gente convive con sus reacciones instintivas sin preguntarse qué razones las suscitan. Se deja llevar por ellas, o las reprime, o las disimula, pero no hace nada por explicárselas. Filias, fobias, cambios de humor, accesos de pasión, de ira... Le vienen, se van. No piensa en ello. Y es que reflexionar es siempre trabajoso y a veces, además, conduce a conclusiones desagradables.
Tuve hace años un amigo -un tío muy majo, por desgracia ya muerto- que era un amasijo de manías. Una de las más características que sufría era que, si alguien le daba la mano, tenía que salir corriendo a lavarse. Lo cual le aportaba un problema suplementario, porque no podía secarse con nada que tuviera aspecto de haber sido tocado antes por otra persona. Usaba sus propias toallas, lavadas por él mismo, o dejaba que las manos se le secaran a su aire.
Cuando le pregunté por esa manía suya, tan obsesiva, me respondió con toda tranquilidad:
-¡Ah, eso! Sí. Es fruto de un sentimiento de culpa muy fuerte. Es que de pequeño quería follar con mi madre.
Ignoro qué fundamento científico tendría la explicación (de tener alguno), pero pensé que, si de algo no cabía acusarle, era de tratar de escurrir el bulto.
Agradezco al destino no haberme condenado a llevar tan mal el complejo de Edipo, dotándome de unos sentimientos de culpa bastante menos problemáticos. Pero tengo la suficiente curiosidad como para preguntarme el porqué de mis reacciones más chocantes, más que nada por el aquel de tratar de saber con quién me gasto los cuartos.
Viene esto a cuento de algo que me ocurrió el domingo pasado por la noche.
Me puse a ver el partido Francia-Inglaterra. Y, según se fue desarrollando, constaté que mis vísceras, sin pedirme permiso alguno, se habían puesto decididamente del lado de la selección francesa y en contra de la inglesa. No, no hay redundancia: hicieron ambas cosas, pero cada una por su cuenta. Y cada vez con más intensidad. Veía a los jugadores ingleses y sentía una vivísima hostilidad. No es sólo que su juego me pareciera tosco y tirando a bruto; es que ellos mismos me echaban para atrás. Ellos y muchísimos de sus hooligans. Me sorprendí imaginándolos vestidos de marines, torturando a prisioneros iraquíes.
Diréis que me pasé bastante. Y os contestaré que mil pueblos.
Aquello carecía de sentido. Pero era así.
Salvando el momento de breve pero intensa satisfacción que experimenté cuando Beckham falló un penalti, el partido fue para mí una sucesión de disgustos. ¿Qué hacíamos, que parecía que fuéramos incapaces de tirar a gol? ¡Y ellos tan contentos!
Hasta que llegaron los tres minutos finales. Y se produjo una falta que ejecutó Zidane y fue gol. Y, acto seguido, le hicieron un penalti absurdo a Trezeguet, y Zidane remató la faena. ¡Qué maravilla! Derrota de Inglaterra. Y yo, en trance de gozo, como si me fuera algo importante en aquella chorrada.
Serenado ya, ayer -porque tardé en serenarme sobre este particular- me puse a reflexionar sobre los posibles resortes de esa doble y virulenta reacción: el forofismo galo, de un lado, y la aguda anglofobia, del otro.
Apunté algunos factores que probablemente entren en juego.
Nací a 20 kilómetros del territorio de la República Francesa y desde crío ví ese territorio como el contrapunto libre a la dictadura de mierda en la que nosotros penábamos. Tuve una educación afrancesada, no sólo porque el francés era la lengua extranjera que nos enseñaban, sino también porque estábamos empapados en la música, en la literatura, en el arte... y hasta en el cine francés, que ya es decir. Siempre pensé que, para Historia, la de Francia, y no ese largo deambular de reacción en reacción y tiran porque les toca que nos parecía la Historia de España. Cuando tomé el camino del exilio, Francia fue para mí una tierra de cálida acogida. El Estado francés se portó muy bien con nosotros. La izquierda francesa nos ayudó en muchos aspectos.
¿Inglaterra? Lejana. Rara. Algunos amigos iban allí de camareros y volvían con algunos discos interesantes, pero el idioma, decididamente, no estaba hecho para mí. Demasiado... no sé: demasiado. Y esa Casa Real... Y esos gobernantes... Y esa Historia, tan llena de dudosas gestas en las que casi nunca salíamos bien parados... Y su asociación uña y carne con los EEUU... Y su clase dirigente, tan almidonada... Y sus colonias... Y sus neocolonizadores de la Costa del Sol... Y su izquierda, tan suya...
¿Explica eso algo? Bueno, algo, lo que se dice algo, supongo que sí. Pero tampoco demasiado. Porque ni Zidane es Marat, ni Henry puede ser tenido por la reencarnación de Verlaine, ni Barthez recuerda gran cosa el ciudadano Gustave Lefrançais, miembro de la Comuna de París, al que Eugène Pottier dedicó La Internacional. Por el equipo de la otra orilla del Canal, lo mismo: ni Rooney es Jack el Destripador, ni James se parece a Churchill, por mucho que le gusten los Martinis, ni Beckham es la Reina de Inglaterra, y menos ahora, con el pelo tan cortito.
Así que algo habrá de todo eso, seguro, pero también bastante más. Incluso específicamente futbolístico. Recuerdo, por ejemplo, lo mucho que sufrí con lo que le sucedió a la selección de Francia en el Mundial de España, en 1982. Fue de una injusticia clamorosa. Y me sentí solidario con ellos, primero con los de Platini y luego con sus sucesores, quizá porque los fracasos unen mucho, salvo en Izquierda Unida. Igual me pasó con la selección de Holanda en el Mundial de 1974, la de Cruyff y compañía. Algo me ha hecho siempre ponerme del lado de los que juegan para dar espectáculo, tratando de echarle imaginación y arte, aunque muchas veces acaben penalizados. Quizá sea lo mismo que me mueve a torcer el gesto ante el fútbol práctico, basado en la fuerza física, en las entradas que quitan el hipo y en el sota-caballo-rey del pase largo, el testarazo y la porfía en la raya del área, a ver si hay suerte y suena la flauta.
Pero todo lo que he citado hasta ahora no son más que ingredientes. Algunos ingredientes. El problema está en dilucidar cómo esas materias primas, y algunas más, acaban convirtiéndose en plato cocinado. Y cómo las engulles. Y cómo haces la digestión. Con qué jugos gástricos, con qué mezclas, atacando a qué úlceras, pendiente de qué secreciones. ¿Quién me dice que en mi instintiva anglofobia no ocupa un lugar importante el hecho de que nunca he conseguido dominar la lengua inglesa, pese a haberlo intentado con denuedo? ¿Quién puede certificar que en mi forofismo futbolero en pro de Francia no interviene el hecho de que incluya a un Bixente, y a un bereber, y a varios morenos que son, en resumen, la antítesis del modelo Beckham, rubio, alto y de ojos azules, que odio porque tal vez envidio en lo más recóndito de mi hígado? ¡Ay, cómo saberlo!
Pero está bien sospecharlo.
Lo que más me interesa de este tipo de reflexiones es lo mucho que ayudan a no fiarse de uno mismo. A maliciarse la poca inocencia de los factores que alientan las reacciones instintivas, los gustos, los afectos y los odios. Porque, en la medida en que asumimos que bajo nuestra apariencia más o menos fría y racional bulle un magma misterioso y a menudo muy poco inocente, nos hacemos más modestos. Y más tolerantes.
Ahora bien, y al margen de todo lo demás: ¡Francia, 2-Inglaterra, 1! ¡Qué gozada!
Javier Ortiz. Apuntes del natural (15 de junio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de junio de 2017.
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