Regreso de una comida de ésas que nos montamos los periodistas para llorar en común -yo lo he conseguido gracias a la humareda que se ha formado en el reservado del restaurante- y para confirmarnos mutuamente que todo está mal, pero que muy mal. Echo una ojeada a la tele. Están transmitiendo un partido de tenis de la Copa Masters entre Pete Sampras y Alex Corretja (mocetón condenado a que los medios de comunicación con sede en Madrid lo llamen sistemáticamente Correia, porque los locutores capitalinos cada vez lo dicen mejor todo en inglés, pero no están dispuestos a perder ni un minuto aprendiendo a pronunciar correctamente nada en catalán.)
Me paro a ver el juego. Confieso que mi interés por el tenis ha descendido vertiginosamente en los últimos años, en proporción directa con mi pérdida de visión. Ni siquiera en la gran pantalla del televisor del salón me es fácil seguir el vaivén de la pelotita de las narices.
Pero la culpa no es sólo de mi vista. También de la velocidad a la que estos tipos de ahora son capaces de lanzarla. A doscientos nosecuantos a la hora, afirma el locutor. Ya puede ser, sí.
Me concentro por un momento en el juego.
Coge Sampras la bola. La mira con extraordinario detenimiento, cual si fuera Hamlet con la calavera.
La bota.
La vuelve a mirar, como si tuviera que confirmar que es la misma de hace un minuto.
La bota otra vez. Nueva inspección.
Ya se decide. La lanza al aire y le pega un raquetazo del recopón. Corretja, como yo: ni la huele. Ace.
Vuelta a empezar, ahora del otro lado.
La misma lentísima operación. El mismo resultado.
Tercer intento. El juez de silla dice que esta vez la pelota ha tocado la red. Yo, como si fuera un gobernante en apuros con la prensa: ni lo confirmo ni lo desmiento. Imposible: no he visto nada.
Sigue el asunto, por sobre más o menos igual. En alguna ocasión, Corretja consigue devolver a Sampras el envío. Se intercambian dos o tres hostias y ya está.
Es un aburrimiento de tomo y lomo. Me viene a la memoria el juego imaginativo y heterodoxo de John McEnroe. Y el aburrimiento de Ivan Lendl, aquel seta soporífero y patibulario. Ahora todos son como Lendl, pero con 20 centímetros más.
McEnroe me divertía. Con su juego y con sus broncas. Y, además, cuando tocaba la pelota, yo la veía. Ahora sólo me distrae el tenis femenino. Las mujeres tienen la ventaja, realmente impagable, de que son menos fuertes. O sea, menos bestias.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (30 de noviembre de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de mayo de 2017.
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