Aún admitiendo que asesinar está mal, por lo general, convengamos que hay asesinos y asesinos.
Los hay que matan y que da igual que los cojas con el cuchillo chorreante de sangre en la mano y el hígado del muerto en el bolsillo: lo niegan todo y se quedan tan anchos.
Eso es inaceptable. Incluso quienes optan por instalarse dentro del complejo mundo del crimen -una decisión problemática, de suyo- es laudable que respeten ciertas normas. Por elemental cortesía.
En ese sentido, debemos aplaudir -y aplaudimos- la decisión de Anthony Alexander King que, una vez detenido, ha tenido el detalle de declararse culpable de los asesinatos de Sonia Carabantes, en Coín, y de Rocío Wanninkhof, en Mijas.
Otro cualquiera es probable que se hubiera cerrado en banda y hubiera dicho a la Policía: «Oigan, prueben ustedes mi culpabilidad». Pero él que, como camarero que fue, conserva seguramente un punto de piedad en el fondo de su corazoncito para el duro oficio de los trabajadores, incluidos los de la Policía, debió de decirse: «Venga, no les obligues a pensar y a averiguar. Díselo tú mismo». Y lo confesó todo.
Tomen nota de ello las organizaciones tipo Amnesty International: no siempre la Policía obtiene las confesiones a bofetadas. A veces hay criminales, tipo A. A. King, que lo confiesan todo sin que nadie les ponga la mano encima. Basta con lo que -desde siempre- se llama «un hábil interrogatorio».
Javier Ortiz. Apuntes del natural (21 de septiembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de diciembre de 2017.
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