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1994/12/31 20:00:00 GMT+1

Presentacion de «La sombra de Marx»

Texto de las sucesivas presentaciones del libro «La sombra de Marx», de Eugenio del Río (Talasa, 1994), realizadas en Madrid, Cádiz y Granada a lo largo de 1994.

Reivindación de Itaca

En La Sombra de Marx, Eugenio del Río ha realizado un trabajo de investigación y de análisis meticuloso, riguroso, desprejuiciado, sobrio y modesto.

No acumulo adjetivos para piropear al autor, sino para definir lo que ha hecho.

La actitud metodológica de Eugenio del Río es muy infrecuente. A mí no me sorprende, porque lo conozco desde hace algo así como treinta años, la mitad de los cuales los hemos convivido de muy cerca, y he asistido a la forja de ese modo de pensar y de trabajar. Nunca pone en el papel una afirmación rotunda que no haya sopesado cuidadosamente; incluso cuando la ha sopesado cuidadosamente, rara vez la pone como afirmación rotunda; no se apropia jamás de una idea ajena sin citar a su autor; invierte todo el esfuerzo necesario en conocer cuanto de interés se ha escrito sobre cada aspecto de las materias que aborda; es implacable con los prejuicios, sin olvidarse de los suyos propios...

A todo lo cual añade otros dos elementos fundamentales, que son -todo sea dicho- los que peor llevo: las cosas las explica una sola vez, dando por supuesto que quien le lee es inteligente; las explica de la manera más escueta y desapasionada posible y, además, sin apenas ningún adorno literario.

Quiero decir con esto que el método de Eugenio del Río es tan intelectualmente admirable como publicitariamente desastroso: Del Río es, con toda probabilidad, el peor vendedor de su propio pensamiento que haya en este país. Si yo tuviera el 10 por ciento de su bagaje intelectual y una tercera parte de su capacidad analítica, estoy convencido de que pasaría por ser uno de los más sesudos pensadores de nuestro tiempo, y las radios y las televisiones se rifarían mi presencia. Pero él es así, y no hay más vueltas que darle.

Afirmado lo cual, quisiera decirles algunas palabras sobre la lectura que he hecho de La sombra de Marx (dicho sea lo de «lectura» en su sentido más literal).

Los libros dicen lo que dicen, pero nosotros los leemos desde nuestros centros de interés y nuestras preocupaciones personales, más o menos coyunturales, lo que hace que el mismo libro a unos nos diga unas cosas y a otros otras, y que a nosotros mismos nos diga cosas diferentes en épocas diferentes. Mi lectura de este libro no se ha escapado a esa regla.

Desde ese ángulo declaradamente personal, lo que más me ha interesado de él es cómo acierta a simultanear la lucidez crítica con respecto al marxismo -con y sin comillas- y la oposición radical a la organización social vigente. En este libro se examina con espíritu crítico e independiente la obra de Marx, y de modo particularmente demoledor su cristalización dogmática en la ortodoxia marxista que ha dominado durante este siglo los movimientos de oposición al capitalismo, sin que de ello se desprenda nada que mueva a la resignación con respecto al orden social existente. Ésta no es una obra para desengañados, escépticos o reacomodados. En ella se invita a retirar los escombros del solar en que hoy habita la causa anticapitalista y a examinar con detenimiento cada piedra, de cara a determinar por qué el edificio se vino abajo. Y nos va animando a descubrir cómo lo que se había construido con la intención de que fuera un edificio inteligente se fue convirtiendo poco a poco en una sórdida comisaría. Pero no para que nos lamentemos del desastre, cual Caballé ante el Liceu, ni para que renunciemos a construir nada alternativo, a la vista de lo difícil que es, y todavía menos para que nos vayamos a vivir a casa ajena, sino para que aprendamos.

Para que aprendamos, ¿a qué? Pues a pensar por nosotros mismos; a no dar por bueno sino aquello que nos convence después de evaluado; a no buscar respuestas únicas, totales; a dudar de todo en general y de nosotros mismos en particular; a tener siempre presente que podemos estar equivocados, y que quien nos contradice es fácil que esté en lo cierto, del todo o en parte; a abominar de inquisidores, de guardianes del fuego sagrado y de ortodoxos...

Hoy en día, casi todo el mundo da por hecha la muerte del marxismo. No veo interés en discutirlo. Entre otras cosas, porque para ello sería necesario empezar por determinar qué es el marxismo. Más que dictaminar la defunción de una doctrina -en el supuesto de que el marxismo fuera una, o sea, una sola, y en el supuesto de que las doctrinas vivan y mueran-, quizá fuera mejor constatar que actualmente apenas quedan personas que se declaren marxistas.

Bueno, pues no estoy seguro de que eso sea del todo malo. Hace unos diez u once años, recuerdo que realicé una pequeña encuesta personal clarificadora. En una reunión en la que todos los presentes se pretendían marxistas, pregunté a cada uno qué obras de Marx habían estudiado. No sólo pude comprobar que ninguno había leído prácticamente nada de Marx -cosa que en realidad ya esperaba-, sino que me topé además con algo que sí me sorprendió: que lo reconocían sin la menor vergüenza, como si la cosa fuera de lo más normal. Se adscribían a algo que desconocían, y se quedaban tan anchos. En el libro de Eugenio se examina ese fenómeno en detalle y en sus diversas implicaciones.

Mucho me temo que hayan sido legión los que se afirmaban marxistas no porque participaran de las ideas de Marx -de las que sólo tenían vagas referencias de segunda mano-, sino porque eso les proporcionaba una seguridad psicológica. Actuaban como el niño del anuncio, ése que amenaza al matón diciéndole: «Ya verás como venga mi primo el de Zumosol». Eran conscientes de su debilidad teórica, pero se creían amparados por la doctrina de un pensador muy importante, científico irrefutable, capaz de destrozar todas las patrañas de sus enemigos.

Luego estábamos los que sí leíamos a Marx. Pero, como ya he dicho antes, cada cual lee desde sus necesidades psicológicas y, con frecuencia, no encuentra en los libros sino lo que previamente busca en ellos. Y la mayoría de los que leíamos a Marx lo hacíamos para reafirmarnos en nuestras convicciones previas, esto es, en nuestros prejuicios. Estábamos de acuerdo porque aquello sonaba bien y porque, además, necesitábamos estar de acuerdo. Eso cuando no lo hacíamos a la búsqueda de esta o aquella frase que confirmara lo que nosotros pensábamos, para exhibirla como cita de autoridad dentro de los extensos ambientes en los que Marx era, efectivamente, una autoridad indiscutible e indiscutida.

Eso se ha acabado y, a decir verdad, me alegro. Hace poco, de cara a un artículo que estaba escribiendo, hube de volver a ojear El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Fue para mí una gozosa sorpresa. Liberado de la obligación -inconsciente, y por ello doblemente constreñidora- de estar de acuerdo, leyéndolo como un simple libro, y no como parte de las Sagradas Escrituras, lo disfruté como nunca lo había hecho: vi a un Marx genial, pero demasiado inclinado a extraer leyes generales de fenómenos aislados y examinados sólo en algunos de sus aspectos; un Marx brillante, culto, excelente escritor, penetrante analista... Un tipo fantástico, en suma, que me estaba invitando a pensar; no a seguirlo. Despojado de sus atributos divinos, Marx se me apareció como un hombre admirable. ¿Marx ha muerto? Por supuesto, y el polvo de lo que fue su cuerpo yace debajo de una tumba -feísima, por cierto- en el cementerio de Highgate, en Londres. Pero sus libros siguen existiendo, y sigue valiendo la pena leerlos.

El problema que me preocupa -ya digo que a mí, personalmente- no es el de si el marxismo ha muerto o no, sino el de saber en qué medida ha muerto el espíritu de rebeldía, el odio hacia la injusticia, el rechazo de la explotación de los débiles -y de las débiles-. Y en qué medida ha muerto el espíritu de solidaridad, y la piedad. En conjunto, en qué medida ha muerto el impulso ético que movió a Marx y ha movido a muchos otros rebeldes, antes de él y después de él.

En el libro de Eugenio se examinan las problemáticas relaciones que los marxistas han tenido siempre con respecto a los criterios éticos. A la mayoría de los marxistas, y frecuentemente al propio Marx, les incomodaba oír hablar de ética. Se suponía que el suyo era socialismo científico, no utópico, y parece que la ética tiene mal encaje en la Ciencia. Creo que esa desazón del marxismo ante el impulso ético ha sido uno de los elementos más perversos que han acompañado al socialismo y al comunismo a lo largo de su existencia.

Pero, si no se lucha por razones éticas, entonces, ¿por qué se lucha? Ahí es donde entra en juego la escatología, a la que Eugenio dedica una parte de su obra. Se suponía que el marxista conocía el sentido del devenir histórico, porque poseía la doctrina que había aprehendido las leyes de la evolución de la Historia, de modo que con su acción se limitaba a favorecer que el tiempo siguiera con mayor rapidez su curso ineluctable. Esa convicción ha henchido de fervor combativo a varias generaciones de militantes marxistas. Porque, como escribe muy bien Eugenio, «saberse destinado al triunfo es un factor de unidad y entusiasmo».

Eugenio se sirve del término «escatología» en su sentido teleológico, esto es, como el estudio del destino último de la Humanidad. La escatología marxista tuvo la virtud de unificar los dos sentidos del término escatós, palabra griega que alude tanto a «lo último» vital como a «lo último» digestivo, esto es, a los excrementos. Quiero decir que la escatología marxista fue una mierda. La mayor parte de cuantos creyeron asentar la razón de su combate en la convicción del triunfo final se estrellaron, así que se dieron cuenta de que ese triunfo era, si no imposible, harto improbable. Y no faltaron los que tanto habían soñado con tomar el Poder y hacerlo suyo que, a falta de un Poder revolucionario, optaron por formar parte del Poder existente. Y algún otro hemos visto que, harto de que la Historia no lo hiciera comisario del Pueblo, acabó haciéndose comisario de Policía.

Por fortuna, no todos los militantes marxistas eran así. También los había conscientes de que no luchaban porque la Ciencia los amparara. Y de ésos sigue habiendo un puñado a lo ancho y lo largo del mundo, se declaren marxistas o cristianos, o no se crean obligados a declararse nada, y los habrá, y hasta, si las condiciones ayudan, alguna vez serán legión (para volver a ser pocos más tarde, por supuesto). Gentes que luchan porque aman y porque odian; gentes que luchan porque no aguantan más; que luchan, incluso, porque no aguantan no luchar. Gentes que conciben el conocimiento como un instrumento al servicio de la rebeldía, que añade eficacia a ésta, pero que nunca la suple.

Muchos de vosotros tenéis edad para acordaros de cómo las gentes de orden llamaban hace años a quienes, sin ser ni marxistas ni comunistas, luchaban del lado de los marxistas y los comunistas. El término era «compañeros de viaje». Poco antes de huir de Madrid para exiliarse en Euskadi, hace ya de esos muchos años, José Bergamín nos concedió a Rafael Chirbes y a mí una entrevista. Él era, como sabéis, profundamente cristiano. Cuando nosotros nos declaramos marxistas, Bergamín esbozó una sonrisa y nos dijo: «Estoy dispuesto a ir con vosotros hasta la muerte. ¡Pero ni un paso más allá!». Eso era ser compañero de viaje.

Creo que todos deberíamos reivindicar ahora el título de «compañeros de viaje». Porque ya estamos conscientemente embarcados en ese viaje que Konstantino Kavafis animaba a emprender en su poema Itaca, en 1911. Os lo recuerdo:

«Si vas a emprender el viaje hacia Itaca / pide que tu camino sea largo, / rico en experiencias y en conocimiento. / (...) Pide que tu camino sea largo / y que sean muchas las mañanas de verano / en que con placer arribes felizmente / a bahías nunca vistas. (...) / Ten siempre a Itaca en el pensamiento: / tu meta es llegar allí. / Pero no tengas prisa. / Mejor que el viaje dure muchos años / y que no llegues a la isla sino ya viejo, / rico con lo que hayas ganado en el camino, / sin esperar que Itaca te enriquezca. / Itaca te regaló un hermoso viaje. / Por ella emprendiste tu camino. / Eso es todo lo que puede darte. / Tal vez la encuentres pobre, / pero no te habrá engañado. / Rico en saber y en vida, / habrás aprendido qué significan las Itacas».

La tierra prometida -Itaca, o sea: la Justicia, el fin de la opresión, la igualdad- es muy probable que no exista. Pero eso no quita validez al esfuerzo por llegar a ella. Porque lo mejor de ese viaje no está en el destino, sino en el camino mismo: en el esfuerzo por comprender las cosas y por cambiarlas, en el esfuerzo por comprendernos y por cambiarnos nosotros mismos, y en las muchas satisfacciones que nos dan quienes nos acompañan en esta singular y emocionante travesía.

Javier Ortiz. (A lo largo de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de diciembre de 2017.

© Javier Ortiz. Está prohibida la reproducción de estos textos sin autorización expresa del autor.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1994/12/31 20:00:00 GMT+1
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