Oleada de atentados anti israelíes. Algunos -dicen: yo no lo he visto- con misiles fallidos. Cómo puede haber gente capaz de combinar la capacidad de hacerse con misiles -que no debe de ser tontería- con la incapacidad de dirigirlos al blanco elegido constituiría para mí un misterio insondable si no fuera porque el tiempo me ha enseñado que el nivel de inteligencia de las gentes de armas no es necesariamente envidiable. De todos modos, la tasa de credibilidad de quienes lo cuentan tampoco es excesiva, así que cualquier cosa.
De lo que no hay duda es de que ha habido muchos muertos, y muchos más heridos.
Mientras Ariel Sharon promete venganza, la ciudadanía israelí se muestra abatida. ¿No podrá ya ni salir de vacaciones? ¿Tan grave delito es ser israelí, sin más -aunque uno sea civil, aunque esté en desacuerdo con la política del Gobierno de Tel Aviv, aunque no tenga siquiera edad de estar en acuerdo o en desacuerdo-, para que merezca la muerte?
Se hacen la misma pregunta que se plantearon tantos norteamericanos después del 11-S: «¿Por qué nos odian?». La soberbia es pariente del odio: ambos sentimientos ciegan. La soberbia en la que viven instaladas las sociedades norteamericana e israelí les impide ver que han elegido un camino histórico de imposición, de conquista, de uso sistemático de la ley del embudo, de prepotencia, de desprecio por los demás -exceptuándose mutuamente-, que han puesto en marcha una poderosísima corriente de odios ciegos, de ansias de venganza.
«Un terrorismo absurdo, sin sentido», dicen muchos. No es verdad. Un terrorismo repugnante, que hiere a todo aquel que no esté sentimentalmente blindado por el odio, sí. Pero no sin sentido. En primer lugar, porque la venganza se justifica en sí misma: «Me hiciste daño, sufre ahora». Y, en segundo término, porque la finalidad última del terrorismo es sembrar el pánico en la población civil que es víctima de los ataques indiscriminados, para que, desesperada, fuerce a sus mandatarios a avenirse a tomar medidas o a hacer concesiones que de otro modo jamás acordarían.
Poner una bomba en un hotel -o tratar de derribar un avión de turistas- sólo puede derivarse de una pérdida completa de sensibilidad, de solidaridad humana. Y de apego a la justicia, por lo menos en el sentido civil y humano que tiene para mí ese término.
La cuestión que es inevitable plantearse a continuación es cómo tanta gente, en puntos tan distantes del mundo, ha podido llegar a ese punto.
Ellos preguntan por qué les odian.
Es una buena pregunta. De lo que no estoy seguro es de que estén realmente dispuestos a escuchar la respuesta.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (29 de noviembre de 2002) y El Mundo (30 de noviembre de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de diciembre de 2017.
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