Hay quien se plantea el futuro de la organización territorial del Estado español cual si de confeccionar una prenda se tratara y hubiera de optarse entre percal o alpaca, raso o seda. Como si fuera cosa de gustos, resoluble tras amigable discusión: «Ah, yo me quedaría con éste», dice el uno; y el otro contesta: «Pues mira, qué quieres, a mí me gusta más el de las florecitas».
No es el caso. No se trata de saber si el modelo tal es teóricamente superior, o más práctico, o más barato que el modelo cual. Se trata de que tenemos un lío de mucho cuidado, que viene de muy lejos y que está envenenado como pocos, y en el que, además, no cabe hacer tabla rasa y pensar desde cero: es imprescindible buscar soluciones -en la medida en que las haya, cosa que no tengo nada clara- contando con lo que, para bien o para mal, ya está hecho.
Quienes, de cara al futuro, defienden para nosotros un modelo de organización territorial similar al francés, jacobino, olvidan algunos hechos de primera importancia.
El primero es que para organizar un Estado conforme al modelo francés hace falta que París exista. Es decir: hace falta que el Estado en cuestión tenga un centro «natural», que no lo sea sólo en el plano político y administrativo, sino también en el económico y en el cultural. Desde hace siglos, París ha sido el eje industrial y comercial del conjunto de la economía francesa. La vida socio-económica gala ha tenido una tendencia centrípeta espontánea, reforzadora del centralismo.
Pese a lo cual, para llevar el modelo más o menos a su término -segundo hecho que suele olvidarse-, fue necesaria mucha brutalidad. No sólo la que condujo a los girondinos a probar el invento de monsieur Guillotin. Cuando se proclamó su superioridad oficial, sólo un 30% de la población que habitaba en el Estado francés hablaba la lengua de Moliere. Con criterios que hoy nadie se atrevería a formular tan descarnadamente («Hemos revolucionado la forma de Gobierno, las costumbres, el pensamiento. Revolucionemos también la lengua. El federalismo y la superstición se expresan en bajo bretón, la emigración y el odio a la República hablan alemán, la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo se expresa en vascuence. Destruyamos esos instrumentos perjudiciales y equivocados», proclamó el ciudadano Barrere ante la Convención en 1794), las autoridades francesas procedieron a decretar la obligatoriedad a todos los niveles del idioma que hoy llamamos «francés», con proscripción explícita de los demás, como modo de forzar esa unificación cultural que algunos consideran hoy «ejemplar». Que, pese a ello, pervivan todavía en Francia algunos problemas de unificación nacional -el corso, principalmente, pero también el bretón y el vasco- es ilustrativo del arraigo profundo que poseen los fenómenos nacionales «naturales», incluso los mas incipientes.
La realidad del Estado español es, en todo caso, muy diferente de la francesa. Aquí, el mayor dinamismo industrial y comercial se asentó en dos nacionalidades periféricas: Cataluña y Euskadi. El centro lo fue por su predominio militar, que permitió articular una hegemonía casi exclusivamente político-burocrática. Los intentos de imponer sus pautas culturales, anulando las lenguas y culturas periféricas, triunfaron solo a medias.
Pero triunfar a medias en este terreno es el peor modo de triunfar. Es herir sin rematar. El herido no olvida la agresión y piensa en el desquite. Y cuando la agresión se repite una y otra vez a lo largo de la Historia -siempre igual de virulenta, pero siempre incapaz de imponerse por entero- lo único que consigue es abultar el memorial de agravios. Y el ansia de desquite. En ese sentido, el franquismo hizo el peor servicio que podía hacerse a la «sagrada causa de la unidad de la Patria», que tanto proclamaba. Imponiendo a bofetadas el rancio discurso del renegado Castelar («Yo quiero ser español y sólo español... Amo con exaltación a mi patria... Pertenezco a mi idolatrada España y me opondré siempre, con todas mis fuerzas, a la más pequeña, a la más mínima desmembración de este suelo que íntegro recibimos de las generaciones pasadas y que íntegro debemos legar a las generaciones venideras») lo que logró fue urgar en las viejas heridas, ahondarlas y dejarlas en carne viva.
La disyuntiva
Así las cosas, ¿cómo salir del atolladero?
En la llamada «clase política» actual predomina el deseo de seguir en las mismas, y es de temer que eso es lo que hará, limitándose a poner aquí y allá algún remiendo, cuando las vías de agua obliguen a ello.
Entre quienes comprenden la necesidad de operar cambios de fondo, los hay que, inspirándose en lo que pretendió hacer la Segunda República, proponen aplicar una fórmula que representaría, a la vez, un avance y un retroceso con respecto a la situación actual: dar un mayor reconocimiento político a las nacionalidades «históricas» y proceder a una mayor unificación de «el resto». Sin embargo, en el punto en el que nos encontramos, esta fórmula plantea una dificultad insuperable: determinar cuáles son las nacionalidades «históricas». Estoy convencido de que Galicia, el País Valenciano, las Islas Baleares, Aragón, Asturias, Andalucía y las Canarias, cada una de ellas por razones propias -y poco importa si justificadas o no-, no aceptarían de ningún modo quedar fuera de esa categoría.
En realidad, el único camino sensato que queda por explorar es el del federalismo: la creación de un Estado español basado en un pacto libremente aceptado entre pueblos iguales.
Ciertamente, el federalismo en España debería atender a nuestra realidad histórica y actual, y a las diferencias de intensidad que presentan las aspiraciones nacionales de unos y otros pueblos. De acuerdo con ello, de optarse por un sistema federal, debería establecerse uno que previera la posibilidad de que, al margen del régimen común de las materias necesariamente comunes, algunas nacionalidades y regiones pudieran establecer fórmulas de gestión conjunta de determinadas funciones que consideraran preferible abordar desde un marco más amplio. Se trataría de construir, en resumen, una especie de «federación a la carta», adaptable a los mayores o menores deseos de autonomía existentes en cada una de las nacionalidades y regiones que componen el Estado español.
Es posible. Pero, para que tuviera alguna utilidad detallar cómo cabría hacerlo, lo primero que haría falta es que se generalizara la conciencia de dos hechos elementales: primero que esto no puede seguir así; y segundo, que no cabe volver atrás.
Y mucho me temo que sean demasiados los que siguen sin aceptar estos dos hechos.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de diciembre de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 8 de diciembre de 2010.
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Escrito por: miren.2010/12/08 11:57:34.745000 GMT+1