Ahora que los tres turistas españoles secuestrados el pasado mes en Irán están felizmente de vuelta a sus casas, puedo hablar ya sin cortapisas sobre un asunto que me ha llamado poderosamente la atención en esta triste historia. Me refiero al agradecido aplauso con el que el Gobierno de José María Aznar acogió la decisión de las autoridades iraníes de negociar con los secuestradores para lograr la liberación de los tres rehenes.
Extraña reacción, a fe. Aznar se ha declarado repetidamente hostil a negociar con secuestradores. Nos lo repitió una y otra vez en las horas posteriores al secuestro de Miguel Ángel Blanco, de trágico recuerdo: «No se puede aceptar el chantaje de los terroristas».
Cosa distinta habría sido -y algunos nos habríamos ahorrado una tonta confusión-, si Aznar hubiera afirmado: «Yo no acepto ningún chantaje terrorista, pero me puede parecer magnífico que lo acepten otros; depende».
Presentada así la opción, como particular y contingente, cabría entender que ahora felicite de modo tan efusivo al Gobierno de Teherán. Pero el problema es que lo formuló como una cuestión de principios. Y una característica definitoria de toda posición de principio es su universalidad: lo que uno entiende que es exigible a los demás debe considerarlo obligatorio también para sí mismo, y al revés. En cuyo caso, al tener noticia del secuestro de los tres turistas españoles en Irán, Aznar debería haber proclamado: «Como se sabe, el Gobierno de España es totalmente hostil a la aceptación de chantajes terroristas».
Porque supongo que no estará jaleando a las autoridades iraníes por haber obrado con criterios que le parecen radicalmente erróneos.
Pero no crean que me engaño sobre la verdad de lo sucedido. Sé que no hay incongruencia alguna entre el modo en que Aznar actuó ante el secuestro de Miguel Ángel Blanco y el hecho de que ahora apruebe que se haya negociado con los secuestradores iraníes.
Me consta que en ambos casos ha tomado su decisión rigiéndose por el mismo criterio: el dictado por el fiel de la balanza.
Su balanza se venció del lado de la intransigencia cuando lo que se hallaba en juego era la autoridad del Estado español. Ahora se ha inclinado del lado opuesto, porque la autoridad que estaba en peligro era la del Estado iraní. Normal: lo que le ocurra o le deje de ocurrir al Estado iraní no figura entre las preocupaciones más hondas de José María Aznar, si es que ustedes entienden a qué me refiero.
Por resumir: no es exacto que los gobernantes se rijan por la razón de Estado. Se atienen a la razón de su Estado, sin más.
Javier Ortiz. El Mundo (4 de septiembre de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 9 de septiembre de 2011.
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