Se preguntaba en este mismo rincón hace unos días Albiac qué sentido puede tener escribir desde la lucidez -es decir: clamar, denunciar, invocar la razón- si, al final, «siempre ganan los mismos».
Albiac sabe bien que su duda es antigua. «Ante un niño que muere de hambre, ¿para qué sirve la literatura?», se preguntó Jean-Paul Sartre hace ya casi medio siglo.
Es la misma angustia que reflejó Blas de Otero con versos de hierro, casi místicos, por aquellos mismos años: «Porque vivir se ha puesto al rojo vivo / Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada / (Digo vivir, vivir, como si nada / Hubiese de quedar de lo que escribo). / Porque escribir es viento fugitivo / y publicar, columna arrinconada...».
¿Vale la pena escribir? Esa es una de las pocas dudas que jamás me han asaltado. Escribir -al menos para mí- no es una libre elección. Es una necesidad. Como comer, como dormir, como amar.
Los que tenemos el veneno de la palabra impresa metido en las venas no podemos resistirnos al impulso de comunicar a los demás lo que vemos y cómo lo vemos, lo que sentimos y cómo lo sentimos. Otros hay que lo pintan. O lo ponen en un pentagrama. Nosotros lo escribimos.
¿Para qué escribir, si nada cambia? Es verdad: los tenedores del Poder -de los diversos poderes- sólo escuchan a quienes expenden recetas para triunfar y fórmulas para obtener sumisión. No quieren nada con vindicadores y agoreros, que incitan a la repulsa y la rebeldía. Por lo demás, ¿qué utilidad podría tener la rebeldía en un país en el que la discusión más importante versa sobre si habrá de ser una sola empresa la propietaria de los derechos del fútbol televisado o si podrán serlo varias, y en el que el título de más postín que pueden exhibir los sindicatos es el firmar acuerdos con las patronales?
No está en manos del crítico de fondo cambiar nada importante. Pero eso tampoco quiere decir que su labor sea inútil. Porque siempre -a veces, por lo menos- lo que escribe puede acertar a reflejar lo que algún espíritu disconforme quería decir y no sabía hacerlo, o no tenía dónde. Y entonces ese alguien asume nuestra palabra como propia. Y la agradece. Y se siente menos solo. Y hasta cabe que se anime a actuar. Eso es cambiar la realidad, en cierto modo.
Criticar, denunciar, señalar el absurdo social imperante tiene también otro sentido, que es esencial para el que lo hace. Albiac citaba a Marx. Me recordó el latinajo con el que Karl Marx clausuró en 1875 uno de sus escritos políticos: «Dixi, et salvavi anima mea». «He dicho, y he salvado mi alma». Hay veces que no se denuncia lo existente porque se tenga la esperanza de cambiarlo, sino tan sólo para dejar a salvo la propia responsabilidad. Para que nadie te tome por cómplice.
Porque una cosa es no ser capaz de acabar con la Gran Mentira, y otra, que se crean que te la tragas.
Javier Ortiz. El Mundo (24 de mayo de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de mayo de 2012.
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