Buena parte de la prensa española, incluyendo a la mayoría de sus comentaristas, están que trinan por la actuación del Consejo Audiovisual de Catalunya (CAC) en relación a la Cope. Seré más preciso: están que trinan por la existencia del CAC y las atribuciones que le han sido conferidas, cosa que se ha puesto de manifiesto en su tratamiento de la Cope.
El CAC ha recibido del Parlamento catalán el encargo de «vigilar» la actuación de los medios audiovisuales que operan en Cataluña para que se atengan a determinadas normas. De observar que no lo hace, puede proceder a retirarles la licencia administrativa que precisan para emitir.
Lo primero que se critica es la existencia del propio CAC. Son muchos los que sostienen que resulta inaceptable porque, al emanar del Parlamento de Cataluña, es reflejo de la mayoría política existente en él, lo que la convierte en un órgano político.
Se trata de un argumento realmente pintoresco. Si quienes lo esgrimen entienden que no debe haber órganos de control derivados del poder legislativo, me temo mucho que van a tener que criticar la existencia de demasiados comités y consejos, incluyendo el del Poder Judicial.
Además, si la ley determina que corresponde a la Administración la potestad de atribuir (y, ligada a ella, la de no atribuir, no renovar o retirar) las preceptivas licencias de emisión de los medios audiovisuales, nada puede objetarse, desde el punto de vista estrictamente legal, a que esas facultades sean delegadas en un órgano emanado del legislativo.
Objetan que de eso podría derivarse lo que de hecho sería una censura sin juicio. No hay tal en último término, puesto que esa decisión administrativa, como cualquier otra, puede ser recurrida ante los tribunales de justicia existentes a tal efecto. Ellos determinarán si la decisión se ajusta o no se ajusta a Derecho.
¿Que a buenas horas, porque el mal ya estaría hecho y ninguna sentencia contraria podría repararlo? Es ésa una muy interesante observación, sobre la que me propongo volver en seguida.
También se critica el carácter vaporoso, inconcreto y, por ende, susceptible de arbitrariedad de las normas a las que se supone que deben atenerse los medios.
Esta crítica me parece acertada, aunque insuficiente. Y tardía.
Al igual que otros órganos de vigilancia de género similar existentes en determinados estados de Europa, se supone que el CAC debe velar para que los medios no den cobertura a ideas y actitudes que atenten contra la dignidad de las personas, que violen los derechos de la infancia, que sean contrarias al pluralismo, etc. A todo lo cual añaden, en su caso, la obligación de situarse dentro del «abanico de tradiciones» y el «entorno simbólico» propios de la sociedad catalana.
Esto último es lo que más indigna a muchos, que ven en ello un intento de obligar a los medios a atenerse a las pautas nacionalistas.
No voy a perder el tiempo demostrando a esos críticos que la propia Constitución española ya incluye imperativos que obligan a todo pichichi a situarse dentro del «abanico de tradiciones» y el «entorno simbólico» atribuidos a la sociedad española, cosa que nunca les ha escandalizado. Me limitaré a decir que todas -absolutamente todas- esas normas pueden ser esgrimidas, y en algunos casos lo han sido, para censurar a unos u otros medios.
Porque es a ese punto al que he venido apuntando desde el principio de estas líneas.
Todos los que tanto se preocupan ahora por la existencia del CAC y todos los que proclaman que la actuación de ese órgano nacido del Parlament puede suponer una «censura sin juicio» olvidan que en Euskadi hay ya un radio y dos periódicos que fueron borrados del mapa por una resolución sin juicio. ¿Que se trató en cada caso de decisiones recurribles? Si, pero ante el mismo que las adoptó, que no las ha rectificado o que, cuando las ha dejado sin efecto, años después, daba ya lo mismo, porque el mal estaba hecho y resultaba irreversible.
Dicen que el CAC se ha formado sin otro fin que perseguir específicamente a la Cope y se escandalizan porque esgrima normas de perfiles difusos, susceptibles de interpretaciones muy variadas y, por lo tanto, propicias a la arbitrariedad. Y lo dicen quienes saben muy bien que el Parlamento de Madrid ha llegado a aprobar una ley ad hoc, para aplicar en un solo caso (debería haberse llamado «de Partido Político», en singular), y ha dado su aval a tipos penales que pueden ser interpretados como le venga en gana al instructor de turno, que es libre de montar la de Dios es Cristo con ellos en la mano, y ahí se las arregle el que sea cuando seis o siete años después se emita la sentencia que haga al caso.
Todo esto recuerda demasiado a aquel poema que escribió en tiempos del nazismo el pastor protestante alemán Martin Niemoeller (poema tantas veces citado y tantas veces atribuido erróneamente a Bertolt Brecht). Me refiero a aquel poema que decía: «Fueron primero a por los comunistas, pero no protesté, porque no soy comunista; fueron luego a por los socialdemócratas, pero no protesté, porque no soy socialdemócrata: fueron luego a por los sindicalistas, pero no protesté, porque no soy sindicalista; fueron luego a por los judíos, pero no protesté, porque no soy judío...», etc. Al final decía: «Luego vinieron a por mí, pero ya no quedaba nadie que pudiera hacer nada».
Son muchos los que sólo detectan que algo está mal cuando descubren que puede afectarlos personalmente.
Pero yo soy menos optimista que el pastor Niemoeller. Para mí que ni siquiera cuando el mal les llega comprenden que se trata de un problema general, de principio.
De todos modos, su poema nunca sería igual. Diría: «Fueron primero a por los nacionalistas vascos, pero yo no protesté, porque me pareció una gran idea».
Javier Ortiz. Apuntes del natural (24 de diciembre de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de diciembre de 2017.
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